Me voy a permitir hacer una breve digresión sobre esta cuestión tan discutida de la autodeterminación. En rigor, apenas hay sociedades monoculturales y ni los factores, ni los sujetos de esa multiculturalidad, ni las exigencias que plantean, ni las soluciones pueden ser idénticas. La historia está en nosotros y es compleja. No hay razas puras ni pueblos homogéneos. Todos somos el producto histórico de choques, confrontaciones étnicas, amalgamas culturales, invasiones violentas, migraciones pacíficas, expansiones religiosas. ¿Quién puede entender España sin celtas, visigodos, moros, romanos y fenicios, sin guerra entre la cristiandad y los infieles? ¿Qué es América Latina sino el resultado sincrético de las civilizaciones precolombinas, España, Portugal y el vigoroso mundo africano?
El actual orden político se basa en la división territorial del mundo en Estados soberanos. Frente a los 194 Estados que hay en el mundo, la ONU cifra en 5000 el número de grupos étnicos extendidos por el planeta y algunos autores calculan que actualmente existen del orden de 10.000 sociedades o colectividades étnicas, lingüísticas, raciales, religiosas o con identidades de algún otro tipo, cuyo asentamiento poco o nada tienen que ver con el diseño de fronteras existente.
Este sistema interestatal, desde la Revolución francesa, se ha mostrado hostil ante el reto planteado por el nacionalismo de las naciones sin estado. Se ha insistido siempre en la primacía del principio de la soberanía estatal sobre el de la autodeterminación nacional, a pesar de los intentos que hiciera Wilson por incorporar a este último al ámbito de la sociedad internacional. Aunque, por otro lado, no habría que perder de vista que el siglo XX también nos ha mostrado a las claras los problemas y límites que ha conllevado la aplicación del principio de las nacionalidades wilsoniano, interpretado en términos de coincidencia entre etnia o cultura y territorio.
La comunidad internacional sigue rigiéndose por los mismos criterios de hostilidad ante cualquier intento de alterar el mapa político por la fuerza o poniendo en entredicho la soberanía de Estados concretos a través de la autodeterminación y sólo sancionará la secesión en circunstancias especiales, cuando sea el resultado de un acuerdo mutuo y pacífico entre las partes o cuando una situación regional fuerte favorezca la secesión.
Hoy la autodeterminación en la Europa cada vez más convergente no significa lo mismo que hace 50 años. Todas las soberanías son limitadas y compartidas. La autodeterminación a lo leninista, esto es, como votación que el día H decide el destino de un país por mayoría del 51%, no parece que sea un buen método para la resolución de los conflictos intranacionales, interculturales o interpopulares como, por otra parte, la historia del siglo XX nos ha ilustrado más que sobradamente. Se trata de un reto vital y probablemente irreversible, que también compromete a las generaciones futuras. Una decisión tan trascendental exige un consenso muy amplio y no una mayoría exigua, ocasional, que puede cambiar según sople el viento de la economía o de la política. Debe ser el resultado de un acuerdo sobre el país que se quiere construir entre unos y otros, sobre la base de la reciprocidad y no de la imposición. Un buen proceso tiene que reducir al máximo las probabilidades de que cualquiera de las partes sienta que la solución le ha sido impuesta y, por lo tanto, cuestione su legitimidad. Una consulta realizada en estos términos certificaría a esa sociedad como una comunidad políticamente autodeterminada.
La autodeterminación ya no puede ser un concepto unilateral, implica a la otra parte. Tiene que haber un do ut des, un te doy para que tú me des. Es muy interesante al respecto la opinión de la Corte Federal de Canadá que ha regulado el derecho de autodeterminación en términos federales. Ha prohibido que Québec pueda secesionarse de Canadá por una decisión unilateral. Pero también ha prohibido que si una mayoría de Québec está por la separación, el resto de Canadá pueda impedirlo en último término. Esta regulación coloca la autodeterminación en términos de reglas del juego pactadas en igualdad entre todas las partes. Ahora bien, el principio de que no se puede retener a nadie contra su voluntad tiene que aplicarse en todas las direcciones. Los secesionistas declaran la divisibilidad del Estado en el que se encuentran, al tiempo que proclaman la indivisibilidad de su futuro Estado. Esta suele ser una contradicción inherente a todos los secesionismos. Si somos consecuentes, la misma regla ha de servir para ambos casos.
(Extracto de Naciones y nacionalismo: notas sobre teoría nacional.
kepabilbao.com/files/naciones/naciones6.html) Ensayo recogido en Crónica de una izquierda singular. Naciones, nacionalismos y otros ensayos (1991-2006)
19-09-14