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 A Eric Hobsbawm le empecé a leer y estudiar a principios de los 90 del siglo pasado. Es un historiador marxista especialista en el siglo XIX y XX del continente europeo: industrialización en Europa, revolución burguesa, movimiento obrero, Marx… Como anécdota diré que de joven viajó a España en bicicleta para ver qué pasaba y sumarse al bando republicano. En la frontera fue detenido, interrogado y expulsado por una patrulla anarquista, que lo creyó un espía.

   Desde 1936, junto a Maurice Dobb, Hilton, Hill, E.P. Tompson y otros, formó parte activa del grupo de historiadores del Partido Comunista Británico (PCB). En 1956, con motivo del XX Congreso del PCUS y el discurso de Kruschev sobre Stalin, la invasión de Hungría por la URSS y la fracasada oposición a ésta por parte del PCB, la mayoría del grupo de historiadores (Hilton, Hill, Tompson…) abandonarían el partido, junto a miles de comunistas británicos. En cambio, Dobb y Hobsbawm no lo hicieron hasta su disolución en 1991 porque, como el mismo Hobsbawm diría más tarde, “creía en la necesidad de un partido fuertemente organizado”.

   De su obra resaltan líneas de investigación como la industrialización y expansionismo del Capitalismo, rebeldes y bandidos, el fenómeno de las naciones, el nacionalismo y la invención de la nación moderna[1].

   Rebeldes primitivos (1959), un estudio sobre las formas arcaicas de la protesta social organizada en los siglos XIX y XX, centrada en el sur de Italia y, su ampliación, Bandidos (1969), son sus dos primeras obras de historia social, fuera del ámbito de la historia económica que fue en la que más trabajó.

   La interpretación de Hobsbawm sobre el bandolerismo social del tipo que encarna Robín Hood, el ladrón noble, rompe con la tradición historiográfica que considera como mero delincuente, un “fuera de la ley”, a todo participante en las luchas armadas contra el poder establecido, situando en un primer plano, en el campo de la investigación histórica, a movimientos sociales que habían sido relegados al anonimato de los archivos policíacos, las páginas sensacionalistas de los periódicos, leyendas, relatos y cantos populares. Conceptualiza el bandolerismo social como una de las formas más primitivas de protesta social organizada, quizás la más primitiva, y sitúa este fenómeno casi universalmente en condiciones rurales, cuando el oprimido no ha alcanzado conciencia política, ni adquirido métodos más eficaces de agitación social pero se enfrenta al Estado y a sus agentes, policías, soldados cobradores de impuestos, lo mismo que a terratenientes, mercaderes y sus afines, desde sociedades en los que los lazos de solidaridad basados en el parentesco y la territorialidad, no han dejado de existir.

   Sus obras más importantes, las que le dieron la reputación a nivel internacional de la que gozó como historiador son la serie formada por La era de la revolución, 1789-1848 (1962) La era del capital, 1848-1875 (1975), La era del imperio, 1875-1914 (1987) a la que se puede añadir Historia del siglo xx (1994). Escribió su último libro en 2011 bajo el título “Cómo cambiar el mundo”.

   Hobsbawm no es un especialista en la historia de América Latina, un latinoamericanista, pero sí se interesó mucho, en especial en las décadas de 1960 y 1970 por ese continente, y escribió algunas cosas fruto de sus viajes turísticos, aunque del conjunto de su obra, no es lo de mayor valor. Consideró en su tiempo América Latina como un laboratorio del cambio histórico y de experiencias políticas. Como muchos, entonces, andaba en busca de la Revolución. Lo que sorprende, sin embargo, es el poco espacio que le dedicó a Latinoamérica en sus historias generales del mundo contemporáneo.

   Viajó a Cuba por primera vez en 1960 en calidad de miembro del Partido Comunista Británico invitado por Carlos Rafael Rodríguez, una figura relevante del Partido Comunista Cubano que se había unido al Movimiento 26 de Julio en la Sierra Maestra. Hay que tener en cuenta que Hobsbawm además de miembro del Partido Comunista de Gran Bretaña fue fundador del Comité Británico-Cubano. Al regresar a Londres en octubre, además del correspondiente informe ante el Comité de Asuntos Internacionales de PCB, escribió un artículo para New Statesman en el cual describió la Revolución Cubana como «un espécimen de laboratorio único en su tipo (un núcleo de intelectuales, un movimiento de masas de campesinos)»; algo «notablemente alentador y que se hace querer», que «excepto que los Estados Unidos intervengan militarmente» hará de Cuba, «muy pronto», «el primer país socialista en el hemisferio occidental»

   Entre el 1962 y 1963 hizo una estancia en varios países de América del Sur, visitó sobre todo Perú, Colombia y Brasil, un poco como historiador, buscando nuevos ejemplos de sus “bandoleros” y “rebeldes primitivos”, pero sobre todo con la esperanza de ver crecer y madurar los brotes de la insurgencia. Regresó de su primera visita a América del Sur convencido de que estaba destinada a convertirse en «la región más explosiva del mundo» en la década siguiente. Lo impresionaba en especial el potencial para la revolución de los movimientos campesinos en Perú y, sobre todo, en Colombia, que eran «virtualmente desconocidos en el mundo exterior».

   Hobsbawm respecto a Cuba apenas dice gran cosa. Lo hizo con buena parte de los paradigmas manejados en la época por la izquierda europea. Señala que, en los orígenes, Fidel era un líder populista de izquierdas: Aunque radical, ni Fidel ni sus camaradas eran comunistas, ni (a excepción de dos de ellos) admitían tener simpatías marxistas de ninguna clase. De hecho, el Partido Comunista cubano, el único partido comunista de masas en América Latina aparte del chileno, mostró pocas simpatías hacia Fidel hasta que algunos de sus miembros se le unieron bastante tarde en su campaña. Las relaciones entre ellos eran glaciales. Los diplomáticos estadounidenses y sus asesores políticos discutían continuamente si el movimiento era o no pro comunista -si lo fuese, la CÍA, que en 1954 había derrocado un gobierno reformista en Guatemala, sabría qué hacer-, pero decidieron finalmente que no lo era.

   El Partido Comunista, que no lo había apoyado, le suministró la organización y los cuadros necesarios para gobernar. Ese apoyo, y la cruzada anticomunista que lanzó Estados Unidos, volcaron a Castro al comunismo. Eso es todo lo que dice de Cuba. Es especialmente crítico con el Che y la teoría del “foquismo”. La considera una estrategia equivocada y, afirma, que costó vidas, cuadros, organizaciones y, sobre todo, que malogró oportunidades alternativas. Esto lo escribe en el 68, poco después de la muerte del Che. En el esbozo que hace de él dice que no tiene nada que ver con el mito del joven romántico, libertario y vanguardista que ya despuntaba. En su opinión, su modelo fue Lenin: análisis riguroso de la situación y una estrategia desarrollada con decisión, sin consideraciones sentimentales que obstaculizaran hacer lo que era necesario. Su muerte, dice, no se debió al sacrificio por una noble causa, que le atribuye aún hoy la posteridad, sino a una evaluación errónea de la situación. El gran error, añade, de quienes adoptaron el guevarismo fue no advertir que el triunfo de la revolución en Cuba modificaba las circunstancias objetivas, al poner en alerta a Estados Unidos y a los gobiernos locales, que aprendieron los métodos de la contrainsurgencia. La Revolución Cubana no tenía muchas probabilidades de ser copiada en otros sitios de América Latina: «Sus condiciones fueron peculiares y nada fáciles de repetir», escribió.

   Tras considerar el fracaso de Cuba. Hobsbawm en los 70 sigue buscando la revolución. Analiza dos casos que no encajaban en los manuales: la revolución peruana iniciada en 1968 por los altos mandos militares, y la transición democrática al socialismo del Chile de Allende. La asesina dictadura chilena de 1973, a la que siguieron similares dictaduras en otros países del área, cerró el ciclo de escritos sobre América Latina de un Hobsbawm desencantado de su sueño revolucionario. Estos regímenes militares de los setenta, caracterizados por su violencia y crueldad, fueron consecuencia, en opinión de Eric, del temor de las oligarquías locales a las masas urbanas movilizadas por los políticos populistas y los movimientos de la guerrilla armada rural inspirados por el Che y Castro, junto con el temor de los Estados Unidos a la propagación del comunismo en América Latina a consecuencia de la Revolución Cubana y en el contexto de la Guerra Fría. Todos los golpes sudamericanos fueron «apoyados con fuerza, acaso organizados, por los Estados Unidos»

   Continuó viajando, en especial a Perú, México, Colombia, Chile y Brasil, para dar conferencias, para participar en seminarios, para promocionar sus libros -traducidos todos al español y al portugués-, para recibir homenajes de las autoridades, pero prácticamente no volvió a escribir sobre América Latina. Solo lo hizo en Años interesantes, sus memorias publicadas en 2002, diez años antes de su muerte. El único país del que Eric se siguió ocupando fue Colombia. Un movimiento guerrillero de la vieja escuela, dirigido por el Partido Comunista y sostenido por el apoyo de los campesinos y los peones rurales, las «formidables y destructivas» Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) habían sobrevivido a la década de 1960 y habían cobrado fuerza en la de 1970 y los comienzos de la de 1980. Además, se le habían sumado otros movimientos guerrilleros: el Ejército Popular de Liberación (EPL), maoísta; el Ejército de Liberación Nacional (ELN) de inspiración cubana, y el Movimiento 19 de Abril (M-19). Pero la lucha armada no había logrado que Colombia se acercara a la revolución social. Sin embargo, Brasil resultó el país que atrajo la atención, y el afecto de Eric cada vez más. Brasil parecía ser la última oportunidad de América Latina, si no para la revolución social, al menos para una transformación social de importancia. El crecimiento sostenido del PT bajo la dirección de Lula era suficiente, escribió Eric en Años interesantes, para «alegrar el corazón de la vieja izquierda»

   Aquellas ilusiones de los años 70 se fueron enfriando con el paso de los años y ya en los últimos textos asume, a pesar de las buenas palabras dedicadas a las FARC, que la revolución anhelada no va a llegar. La decepción con Cuba, sus críticas al foquismo vanguardista que se quería exportar al resto de América Latina o a la guerrilla, su escepticismo por los proyectos de la Unidad Popular y la vía chilena al socialismo y del Partido de los Trabajadores (PT) brasileño, muestra una cierta frustración e impotencia con la evolución histórica regional, con la revolución que no fue o no pudo ser posible: “La revolución, dice, tan esperada, y en tantos países necesaria, no sucedió, asfixiada por los militares indígenas y los Estados Unidos, pero no menos por la debilidad interna, la división y la incapacidad”.

   Este desencanto apagó el interés de Eric Hobsbawm por América Latina. Siguió sin hacer un balance de Cuba, y su ilusión sobre la revolución campesina se quedó sin base. Eric sintió cierta simpatía por Hugo Chávez en Venezuela, pero más por su oposición a los Estados Unidos, y por el hecho de que lo apoyaban los remanentes del Partido Comunista Venezolano, que porque confiara en que construiría una sociedad socialista en ese país. Nunca visitó Venezuela en el período de Chávez,

   En 2002, celebró con champagne el triunfo de Lula en Brasil; entonces le preguntó a su amigo Leslie Bethell (el recopilador de los artículos del libro Revolución) si no debían esperar una nueva desilusión. Hobsbawm murió en 2012, hoy esa desilusión se hubiera visto confirmada con la victoria de Bolsonaro. ¿Qué hubiera dicho y escrito hoy Hobsbawm, si viviera, sobre Venezuela, Colombia o Brasil?

   Antes de morir dejó instrucciones para que se publicara una recopilación de sus artículos, ensayos y reseñas sobre América Latina. ¡Viva la revolución! es un popurrí de artículos y escritos varios sobre América Latina, más políticos que académicos: artículos de revista, largas reseñas críticas, un artículo en el New Statesman sobre la Revolución cubana (pero de octubre de 1960, poco podía decir de Fidel y la actuación del Gobierno) ensayos en obras colectivas o fragmentos de sus propios libros, recogidos por su colega, camarada y amigo Leslie Bethell con ese título. La mayoría de los artículos incluidos fueron escritos entre 1960 y 1974. Hay mucho que queda fuera del alcance del libro: las guerras y genocidios centroamericanos de la década de 1980 (Guatemala, Salvador Nicaragua), así como la «marea rosa» que azotó la región en la década de 2000, desde Venezuela hasta Argentina, desde Brasil hasta Nicaragua.

   Al final de su vida, murió con 95 años, admitió el fracaso del comunismo, pero se mantuvo fiel al ideal marxista. Como dijo de él Tony Judt, le fascinaba más el pasado que el futuro. Un pasado que pudo haber sido y no fue, por todo lo que en sus años de juventud soñó como futuro de la humanidad.

[1] Dedico un par de artículos a cómo aborda esta cuestión Hobsbawm en Crónica de una izquierda singular (De ETA berri a EMK/MC y a Zutik-Batzarre). Naciones y nacionalismos y otros ensayos (1991-2006), Kepa Bilbao Ariztimuño, p.173 y 187.