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Kepa Bilbao
(Del libro La modernidad en la encrucijada. La crisis del pensamiento utópico en el siglo XX: el marxismo de Marx, Gakoa, Donostia, 1997)

¿Fin de la Modernidad?

El concepto de modernidad tiene una larga historia. En el siglo V se utilizaba el término modernus para diferenciar el presente cristiano oficial del pasado romano pagano. Servía para delimitar el tiempo presente del pasado, o bien, para resaltar la novedad de hechos desconocidos en el pasado. Aunque sus raíces son anteriores, la primera gran aparición pública hay que situarla en el Renacimiento cuando impone a la época su propia denominación: edad Moderna.(1)

El término modernidad, lanzado por Baudelaire en su artículo El pintor de la vida moderna (1863), tuvo un cierto eco, limitado a los medios literarios y artísticos en la segunda mitad del siglo XIX, después de la Segunda Guerra Mundial se renovó su uso y alcanzó una gran difusión. Hoy solemos utilizar el término modernidad para referirnos al orden social que surgió tras la Ilustración el siglo XVIII y de una forma mucho más general para describir las características comunes a los países más avanzados en el desarrollo tecnológico, político, económico y social; y modernización para designar el proceso de adquisición de dichas características, esto es, acumulación de capital, industrialización, espíritu empresarial, innovación científico-técnica, movilidad social, integración nacional, urbanización, desarrollo de los medios de transporte, alfabetización y enseñanza obligatoria, secularización, posición central de la economía de mercado, democracias parlamentarias, burocracia estatal, una clase política autonomizada de la sociedad y legitimada por el voto, adaptación funcional, racionalización administrativa, desarrollo de los medios de comunicación impreso y visual, etc. Todo esto que como consecuencia traerá una nueva configuración mental, sicológica, del ciudadano moderno, hasta una nueva noción del tiempo y el espacio, en ruptura con el mundo premoderno anterior. (2)

Pues bien, este modelo social que desde que empezó su andadura ha tardado varios siglos en asentarse sólo en Europa, pese a su radicalización actual y su imparable expansión mundial, ha mostrado, cuando menos, ser un fenómeno de doble filo. Si bien el desarrollo de las instituciones sociales modernas y su expansión mundial han creado oportunidades mucho mayores para que los seres humanos disfruten de una existencia mejor y más segura, también ha mostrado un lado oscuro que se ha puesto de manifiesto en este siglo que acaba.

Ya en los primeros análisis sociales se escuchan notas críticas de advertencia y preocupación. En términos generales, el lado perverso de la modernidad, fue destacado por los fundadores clásicos de la sociología. Tanto Marx como Durkheim, vieron la era moderna como una época movida. Pero ambos pensaron que las beneficiosas posibilidades abiertas por la era moderna pesarían más que sus características negativas. Marx, aunque favorable a la modernidad, era enemigo de su comadrona: el capitalismo, por ser una manera irracional de conducir el mundo moderno, al supeditar la satisfacción de las necesidades humanas a los caprichos del mercado y vio la lucha de clases como la fuente de los cismas fundamentales en el orden capitalista, al tiempo que vislumbraba el surgimiento de un sistema social más humano. Durkheim creyó que la progresiva expansión del industrialismo establecería una armoniosa y satisfactoria vida social formada a través de la combinación de la división del trabajo y el individualismo moral. Simmel, al igual que Durkheim, se hizo eco del fenómeno de la fragmentación de la experiencia social y tuvo en cuenta sus repercusiones. Pronosticó la famosa pérdida del centro de la que tanto se habla ahora. (3) Max Weber, el más pesimista de los tres padres fundadores de la ciencia social, vio el mundo moderno como una paradoja en la que el progreso material sólo se obtenía a costa de la expansión de la burocracia que sistemáticamente aplastaba la creatividad y la autonomía individual encerrándola tras los barrotes de la jaula de hierro burocrática. Weber creía que el reinado de la racionalidad, aplicado igualmente al medio social y al natural, produciría el desencantamiento del mundo.(4) Extinción del profetismo. Triunfo de la racionalidad instrumental. Predominio de una cultura pragmática, dominada por la ciencia y la técnica. El mundo se desmitifica, se desencanta: el hombre todo lo domina mediante el cálculo, la técnica, la previsión. El funcionario burócrata era para él el epítome de la modernidad. Atado por las reglas del procedimiento racional, no contaminado por otras consideraciones irracionales de raza y religión, generación o sexo, el burócrata era el funcionario indispensable del comercio y la industria, de la empresa capitalista, y como bien profetizó, de la máquina del Estado socialista. En un mundo invadido por fuerzas que únicamente atendían a criterios económicos, Weber temía que la burocracia simplemente precipitara la inhumanidad. Como dice Yolanda Ruano: «Weber realiza una crítica de la modernidad sin salir de la modernidad. Critica el rumbo que la ilustración ha tomado en el siglo XIX bajo la forma de positivismo, esto es, su rostro mecanicista y materialista, pero sigue aceptando los valores del racionalismo ilustrado, la noción de sujeto como instaurador de sentido y de autodirección racional, aferrándose a ellos aun sabiendo que han perdido fundamentaciòn racional en sentido fuerte». (5) Pero, con todo, ni siquiera él llegó a prever cuan extenso llegaría a resultar el lado oscuro de la modernidad.

La suposición de que el surgimiento de la modernidad nos llevaría a la formación de un mundo feliz y más seguro se ha visto cuestionada. El siglo que se inauguró con un gran optimismo, que venía del XIX como un optimismo bastante ingenuo, de cuño ilustrado, pronto se vio quebrado por la Primera Guerra Mundial. La fe en el progreso constituía el fundamento común tanto de la ideología democrático-capitalista con su promesa de prosperidad social y riqueza, como de la ideología comunista prometedora de un radiante porvenir liberador. Lo que en principio se presentaba como el siglo de las grandes realizaciones humanas, acaba siendo el de las grandes crisis. El siglo que finaliza se puede denominar como el siglo de los desastres ecológicos y de la guerra, siendo el número de guerras que ha ocasionado más de 180 millones de muertos, mayor que en cualquiera de los dos siglos precedentes.

Hoy la modernidad se encuentra en la encrucijada. En el mundo Occidental existe un gran debate que cruza a todas las disciplinas respecto a si la historia sigue siendo moderna, como lo ha venido siendo desde el siglo XVII, o si la modernidad se ha agotado y hemos entrado en otra época aún no muy claramente definida, que se ha dado en llamar posmoderna. Todo apunta a que nos encontramos en un cambio de civilización, al comienzo de una nueva era o época. Para referirse a esta transición se han sugerido una gran variedad de términos, algunos de los cuales hacen referencia a un nuevo tipo de sistema social ( como sociedad de la información, de los servicios, o la sociedad de consumo); otros, la mayoría, a que el anterior estado de cosas está llegando a su fin ( postmodernidad, postcapitalismo, postindustrialismo, etc).

3.2- La posmodernidad: Posmodernos y neoilustrados

Desde la aparición del vocablo modernus hasta el surgimiento del neologismo posmoderno han pasado quince siglos. La antigua querella entre anciens et modernes ha sido sustituida por la de modernos y posmodernos. En la época que se ha dado en llamar de modernidad tardía, alta, reflexiva, o postmoderna, dos grandes líneas polarizan buena parte del debate filosófico. Por un lado los posmodernistas. Éstos asumen como tesis el fin de la modernidad. La Ilustración y todo lo que en el siglo XIX es prolongación suya es un proyecto agotado, y la modernidad misma no sólo ha acabado, sino que ha terminado en muchos casos en tragedia, haciendo bueno respecto de la razón moderna lo que el paradigmático capricho 43 de Goya dice ya en los albores de ésta: el sueño de la razón produce monstruos. Por otro lado, se sitúan los post o neo-ilustrados, que tratan de responder a los posmodernistas considerando a la modernidad como un proyecto inacabado, el cual hay que hacerlo proseguir hacia adelante, a condición, eso sí, de una crítica ilustrada de la Ilustración misma para retener y rehabilitar su herencia sin sus insuficiencias ni excesos.

3.2.1- Los posmodernos

Como el de modernidad, el concepto de posmodernidad tiene su historia y desde la década de los ochenta viene suscitando amplios y vivos debates en distintas disciplinas, desde la filosofía, sociología, antropología, ciencias políticas etc. La controversia sobre el posmodernismo en el arte, la arquitectura, la crítica literaria y cinematográfica comenzó algo antes (6). Su contenido no es unívoco, sus límites son difusos y entre sus defensores no reina la unidad. Aquí también se podría distinguir entre posmodernismo, que pone el énfasis en el aspecto cultural, y posmodernidad, donde lo que se subraya es el aspecto social.(7)

El término posmoderno se introdujo en el campo de la filosofía y se hizo popular sobre todo después de la publicación de La condición postmoderna de Jean-Francois Lyotard (8), pero, una vez establecido también se asoció a otros autores, principalmente franceses, como Jean Baudrillard, Jacques Derrida, Michael Foucault entre otros; en Italia hay que destacar a Gianni Vattimo el cual dirá que «se puede sostener legítimamente que la postmodernidad filosófica nace en la obra de Nietzsche (…) el post de posmoderno indica una despedida de la modernidad que, en la medida en que quiere sustraerse a sus lógicas de desarrollo y sobre todo a la idea de la «superación» crítica en la dirección de un nuevo fundamento, torna a buscar precisamente lo que Nietzsche y Heidegger buscaron en su peculiar relación «crítica» respecto del pensamiento occidental» (9).

«El término ( postmoderno) -dice Lyotard- está en uso en el continente americano, en pluma de sociólogos y críticos. Designa el estado de la cultura después de las transformaciones que han afectado a las reglas de juego de la ciencia, de la literatura y de las artes a partir del siglo XIX(…) Simplificando al máximo se tiene por postmoderna la incredulidad con respecto a los metarrelatos» (10). Presentado como un escrito de circunstancias sobre el saber o el estado de los conocimientos en las sociedades más desarrolladas al Conseil des Universités de Québec, el libro de Lyotard aborda la cuestión de la suerte del pensamiento ilustrado en una época de alta tecnología a nivel global. El principal metarrelato pertenece a la línea ilustrada que ve la legitimación de la ciencia en su capacidad emancipadora. El conocimiento moderno se justifica en relación con grandes relatos como el científico-tecnológico y el de liberación, Lyotard afirma que ya no podemos recurrir a tales discursos. Para Lyotard vivimos en medio de una pluralidad de reglas y comportamientos que expresan los múltiples contextos vitales donde estamos ubicados y no hay posibilidad de encontrar denominadores comunes universalmente válidos para todos los juegos; frente a este pluralismo las reglas no pueden por menos que ser heterogéneas. Más aún, la búsqueda de consenso, que no sea local y temporal, se ha convertido en un valor anticuado y sospechoso, porque detrás del pretendido consenso o las reglas universales de juego se esconde el terror de los dominadores y el deslizamiento hacia el totalitarismo. El pensamiento posmoderno teme que tras los principios universales se escondan pretensiones totalitarias y tras la búsqueda de fundamentación esté la metafísica objetivante. De esta forma, una gran parte de los pensadores de la modernidad temprana será sentada en el banquillo de los acusados, siendo el hegelianismo de izquierdas el principal acusado. Quien persista en los ideales de la Ilustración se hará sospechoso de totalitarismo por su aspiración a la ilustración total.

Para Lyotard, la Modernidad viene marcada por los grandes relatos legitimadores, la idea unitaria, el proyecto, la historia, la emancipación, la razón, etc., conjunto narrativo que hoy ha perdido credibilidad. Veamos como lo expresa el propio Lyotard:
«El pensamiento y la acción de los siglos XIX y XX están regidos por una Idea ( entiendo Idea en el sentido kantiano del término). Esta Idea es la de emancipación y se argumenta de distintos modos según eso que llamamos las filosofías de la historia, los grandes relatos bajo los cuales intentamos ordenar la infinidad de acontecimientos: relato cristiano de la redención de la falta de Adán por amor, relato aufklärer (ilustrado) de la emancipación de la ignorancia y de la servidumbre por medio del conocimiento y el igualitarismo, relato especulativo de la realización de la Idea universal por la dialéctica de lo concreto, relato marxista de la emancipación de la explotación y de la alienación por la socialización del trabajo, relato capitalista de la emancipación de la pobreza por el desarrollo tecnoindustrial. Entre todos estos relatos hay materia de litigio, e inclusive, materia de diferendo. Pero todos ellos sitúan los datos que aportan los acontecimientos en el curso de una historia cuyo término, aun cuando ya no quepa esperarlo, se llama libertad universal, absolución de toda la humanidad (…) estos relatos no buscan la referida legitimidad en un acto originario fundacional, sino en un futuro que se ha de producir, es decir, en una Idea a realizar. Esta Idea ( de libertad, de «luz», de socialismo, etc.) posee un valor legitimante porque es universal. Como tal, orienta todas las realidades humanas, da a la modernidad su modo característico: el proyecto, ese proyecto que Habermas considera aún inacabado y que debe ser retomado, renovado. Mi argumento es que el proyecto moderno ( de realización de la universalidad) no ha sido abandonado ni olvidado, sino destruido, «liquidado»(…) Los grandes relatos de legitimación han perdido credibilidad. Esto no quiere decir que no haya relato que no pueda ser ya creíble…Su decadencia no impide que existan millares de historias, pequeñas o no tan pequeñas, que continúen tramando el tejido de la vida cotidiana (…) Estos ideales están en declinación en la opinión general de los países llamados desarrollados. La clase política continúa discurriendo de acuerdo con la retórica de la emancipación. Pero no consigue cicatrizar las heridas infringidas al ideal «moderno» durante casi dos siglos de historia. No es la ausencia de progreso sino, por el contrario, el desarrollo tecnocientífico, artístico, económico y político lo que ha hecho posible el estallido de las guerras totales, los totalitarismos, la brecha creciente entre la riqueza del Norte y la pobreza del Sur, el desempleo y la «nueva pobreza», la desculturación general con la crisis de la Escuela, es decir, de la transmisión del saber, y el aislamiento de las vanguardias artísticas». (11)

El otro destacado representante del posmodernismo, que he mencionado anteriormente, sería el filósofo turinés Gianni Vattimo, quien considera fundamentales dos transformaciones para definir la posmodernidad: el fin de la dominación europea sobre el conjunto del mundo y el desarrollo de los mass-media que han dado la palabra a las culturas locales o minoritarias. Desaparecido el universalismo de cuño ilustrado, la sociedad ya no tiene unidad y por tanto ningún personaje, ninguna categoría social, ningún discurso tiene ya el monopolio del sentido. Todo lo cual nos lleva a un multiculturalismo radical: «Lo que trato de defender -dice Vattimo- es lo siguiente: a) que en el nacimiento de una sociedad posmoderna desempeñan un papel determinante los medios de comunicación; b) que esos medios caracterizan a esta sociedad no como una sociedad más transparente, más consciente de sí, más ilustrada, sino como una sociedad más compleja, incluso caótica, y, por último, c) que precisamente en ese relativo caos residen nuestras esperanzas de emancipación».(12)

Vattimo se hace eco de la tesis de Lyotard para ampliarla, conectando posmodernidad y sociedad de la comunicación generalizada, y tratar de profundizarla con su propuesta acerca de el fin del sentido emancipador de la historia, aunque poniendo algunos reparos a la tesis del francés al señalar que el fin de los metarrelatos no deja de ser otro metarrelato. Ahora bien, de ello deducirá una oportunidad para avanzar en el sentido de Nietzsche: tomar como propio el fin de la filosofía de la historia, sin tragedia, y buscar un sentido en la pérdida de sentido, es decir, en la multiplicación de los horizontes de sentido, en ese relativismo cultural donde cada cultura ha de ser juzgada exclusivamente según sus propios principios, todos igualmente legítimos. Vattimo como los demás, procede a una condena en bloque de la modernidad como algo fracasado al que hay que ponerle el R.I.P., asumiendo la fragmentación, el relativismo, incluso en su caso concreto el nihilismo como destino (13), y descartar cualquier pretensión universalista, y más si de emancipación se trata, con las metas utópicas que implica, sostenidas desde una razón fracasada.

Para J.M. Mardones, desde una posición neoilustrada, Vattimo no va más allá de Lyotard al proponer la multiplicación de horizontes de sentido y el relativismo cultural como salida. Si hay un cierto todo vale (anything goes) histórico-cultural, quedamos presos de lo que hay, de lo que existe y se impone. Lo que para Mardones está en el fondo del debate es: «la posibilidad de si los humanos tenemos razones para aceptar que poseemos algún tipo de capacidad (razón) para determinar y fundar un comportamiento y una praxis con pretensiones humanas, justas, racionales y universales. Es decir, si tenemos la capacidad para distinguir y criticar la libertad de la tiranía, la falsedad de la verdad, lo justo de lo injusto, o estamos sin razones ante la opresión de los poderosos o el poder de lo existente (…) Si no poseemos ningún criterio universal de verdad, justicia, preferibilidad racional, discernimiento ético, ¿cómo podremos escapar de la arbitrariedad del poder, de la violencia del más osado o más salvaje» (14).

El progreso, la ciencia, la razón, el sujeto, la emancipación, el concepto de ciudadanía democrática y de Estado nacional no cumplen ya el papel cohesionador y legitimador de la época Moderna. Parece que los únicos principios legitimadores e integradores que quedan son el mercado y la defensa de las identidades étnicas y culturales, habiéndose visto esto acelerado y agudizado tras la caída del muro de Berlin y de los países del Este.

La sociedad se parece cada vez más a un mercado donde los conflictos ideológicos parecen haber desaparecido y sólo sobreviven la lucha por el dinero y la búsqueda de la identidad, el mercado y la tribu, los dos grandes dioses de la modernidad tardía (15). Las leyes del mercado, las leyes de la oferta y la demanda, las leyes del provecho y del beneficio son las que impregnan el conjunto de las actividades humanas. Se ha dado una colonización de la vida por el mercado sin límites. En las sociedades desarrolladas y liberales de Occidente podemos decir que no existe actividad humana, desde la cultura en un sentido amplio, hasta el deporte, las religiones, el afecto, el amor, etc., que no esté organizada por las leyes del mercado, total o parcialmente. El mercado no necesita la solidaridad para que funcione bien. El mercado no necesita el Estado de Bienestar, aunque éste no esté en contradicción con aquel. Además el mercado del que hablo está dominado por un tipo de mercado preciso: el financiero. Este mercado manda cada vez más sobre unas democracias desvalorizadas. La política ya no pretende cambiar la vida, y los Parlamentos pierden su papel de representación de las demandas sociales. Los gobiernos y las oligarquías de los partidos políticos son, en mi opinión, cada vez más unos meros gestores, unos técnicos de una política que viene marcada por instituciones que están fuera de sus fronteras (Maastricht, grandes multinacionales), o bien que responden a dinámicas que nadie controla como los mercados financieros. La voluntad popular y la soberanía de los pueblos, secuestrados por los mercados financieros y las grandes multinacionales, se convierten así cada vez más en unos mitos a sacar a pasear por los partidos en épocas electorales o cuando la situación en su opinión lo requiera. Las democracias (¿o habría que decir partitocracias?) se vacían de contenido perdiendo la yema y quedándose cada vez más en mero cascarón. En estos dos siglos el socialismo ha sido el abanderado del progresismo. Las ramas más radicales han venido afirmando que sólo se puede ir hacia adelante o hacia atrás: «socialismo o barbarie». Todos compartían la convicción de encontrarse en la vanguardia de la historia. Los demás o bien miraban hacia atrás (conservadores) o, como los liberales, defendían tipos de orden de orden social y político que no eran sino etapas en el camino de la emancipación total. Hoy el socialismo se ha vuelto arcaico, conservador. (16)

En la situación que vivimos en Occidente, la oposición clásica izquierda/derecha cobra un nuevo sentido. Como dice el sociólogo francés Alain Touraine, la derecha parece que ya no defiende a los de arriba, sino más bien a los que marchan delante y confía en buenos estrategas para reducir los costos sociales del cambio. La izquierda institucional trata de conservar los restos del Estado de Bienestar adoptando una postura conservadora y las redes de la izquierda social no institucional, defienden más a los excluidos y marginales que a los de abajo, siendo especialmente sensible a las desigualdades crecientes entre los países ricos del Norte y los pobres del Sur, a las amenazas que pesan sobre el planeta, a la exclusión de numerosas categorías sociales (minorías étnicas y culturales, derechos de las mujeres, de los homosexuales, de los inmigrantes…). Y además ese espíritu de izquierda encuentra grandes dificultades porque ya no habla en nombre de la mayoría sino de minorías .(17)

Los países de más altos niveles de renta y tradiciones pluralistas seculares afrontan problemas de envergadura. Los ideales de libertad, igualdad y fraternidad de la Revolución francesa están perdiendo su carácter universal. Europa continental se cierra cual fortaleza a la inmigración procedente de Europa central y oriental, África, Asia y América Latina. Hoy los 24 países de la O.C.D.E. tienen más de 35 millones de parados. Un ejército de pobres a los que cada vez es más difícil mantener con subsidios y que ve cómo aumenta el número de emigrantes procedentes de países más pobres. Un éxodo constante y silencioso de inmigrantes económicos que huyen de sus países por guerra, hambre o, simplemente, deslumbrados por la publicidad de la riqueza en el llamado primer mundo. Son los ciudadanos no deseados cuya fuerza laboral compite con la autóctona en momentos de crisis y escasez, creándose el problema llamado de las dos colas, además de los consabidos problemas de intolerancia y asimilación cultural, xenofobia y racismo por parte de los Estados y algunos sectores de las sociedades receptoras. Un problema que se agravará aún más en el próximo siglo.

El pensamiento fragmentado de la posmodernidad se opone a la formación de teorías integradas. La política pierde su importancia central. Sin embargo, en algunos puntos se revelan rasgos típicos del pensamiento político posterior a la modernidad. El lema dejarnos jugar en paz, que expresa el desinterés por la totalidad, para Klaus Von Beyme, conduce a la despolitización, y ésta al predominio de los grupos con menos escrúpulos (18). Los pensadores posmodernos consideran las teorías de la revolución como parte de la tentación totalitaria. Para Foucault era probable que las revoluciones dejaran intactas en lo esencial las relaciones de poder sobre cuya base podía funcionar el estado. Con esto, la idea de una transformación de sociedades enteras devino un absurdo. Ya no se cree ver el cambio en una historia revolucionaria, sino que se lleva a cabo aquí y ahora mediante la actividad. Con el pathos revolucionario, también caen bajo sospecha el internacionalismo y el cosmopolitismo de la modernidad clásica. La radicalización de la teoría del pluralismo ha conducido a un cuestionamiento del principio de mayoría y a una revalorización de las minorías, el cual se ha convertido en el otro principio integrador que junto con el del mercado sería el más relevante de la época actual. En el pensamiento posmoderno la inconmensurabilidad se convierte en un concepto básico para el análisis del pluralismo. De esta forma, sobre la tesis kuhniana de la inconmensurabilidad se ha abierto un debate más vivo que el que se produjo en torno a la noción de paradigma.

3.2.2.- Relativismo cultural radical, liberalismos posmodernos: la «inconmensurabilidad».

Al problema de la interrupción de comunicación, esto es, a la objeción: «¿Cómo pueden (dos personas con puntos de vista inconmensurables) ni siquiera esperar hablarse y mucho menos persuadirse?», la solución que propone Kuhn en su Postscriptum 1969, tratando de reducir los problemas de la noción de inconmensurabilidad, es que entre ambas partes se abra un proceso de traducción. Precisa que traducir una teoría o concepción del mundo al propio lenguaje no equivale a hacerla propia, aunque puede facilitar la conversión, pero que traducción y conversión son aspectos a considerar por separado. Si bien Kuhn trata con ello de defender de alguna manera su posición de la acusación de relativismo, Feyerabend se declara abiertamente relativista. Para Feyerabend inconmensurabilidad no es sinónimo de incomunicabilidad e intraducibilidad: «Cualquier filólogo, antropólogo o sociólogo que exponga una visión del mundo aracaica (primitiva, exótica, etc.), cualquier divulgador científico que quiera explicar en inglés ideas científicas no familiares (…), cualquier traductor de poesías que pertenezcan a épocas y naciones distintas, sabe cómo construir a partir de palabras inglesas un modelo que suena como inglés del esquema de uso que necesita para después adaptar este esquema y hablar en sus términos». Para Feyerabend, comunicar y traducir siempre es posible, pero significa algo más que seguir las reglas, supone modificarlas. Esto, sin embargo, no quiere decir negar la tesis de la inconmensurabilidad, ello sería verdad: «sólo si se pudiese demostrar que una presentación correcta (y no sólo una caricatura de diccionario) de nuevas concepciones en una lengua escogida (…) deja intacta la gramática de esa lengua».

La palabra inconmensurabilidad, para Scartezzini, es la palabra clave de toda teoría relativista que vaya más allá de la evidencia común del reconocimiento de las diferencias: «Se trata de un concepto delicado que como ha recordado Feyerabend no hay que confundir con el de traducibilidad, o posibilidad de traducir conceptos y valores de una cultura a otra, en el sentido de expresarlos con las palabras y los conceptos de la segunda cultura, es decir, a la manera en que se traduce un texto. Pero la traducibilidad no implica conmensurabilidad. Esto significa que toda cultura, como toda lengua, interpreta la cultura y la lengua ajenas según sus propios paradigmas, de modo que la traducción se convierte en una apropiación, o lo que es igual, en una interpretación orientada del original. En otras palabras, en la comunicación entre lenguas y culturas distintas hay siempre un residuo de incomprensión y de intraducibilidad. Cada vez que una cultura se plantea un concepto perteneciente a otra, tiende a modificarse, a enriquecerse y a incorporar a su pensamiento algo completamente nuevo» (20).

Para el pluralismo posmoderno el rasgo que define la convivencia cultural es el aislamiento, la incomunicación. Lyotard considera que vivimos sumergidos en islotes culturales sin comunicación, y afirma que Wittgenstein ha demostrado que no existe una unidad de lenguaje, sino más bien islas de lenguaje, cada una de ellas regida por un sistema de reglas intraducibles al de los demás. Para Richard Rorty la interpretación que hace Lyotard de Wittgenstein es errónea y argumenta que tenemos que distinguir entre las dos tesis siguientes: 1) No existe un único lenguaje de medida, conocido de antemano, que proporcione un idioma al cual reducir cualquier teoría, jerga poética o cultura nativa nueva; y 2) existen lenguajes no aprendibles. La primera de estas tesis, dice Rorty, es común a Khun, Wittgenstein y al sentido común de la profesión del antropólogo. Es un corolario de la tesis pragmatista general de que no existe un marco metafísico ahistórico permanente en el cual pueda encajar todo. En cambio, la segunda tesis le parece a Rorty incoherente ya que no ve cómo podríamos averiguar cuándo nos hemos topado con una práctica humana que supiésemos lingüística y a la vez tan ajena que tuviésemos que abandonar toda esperanza de conocer cómo sería participar en ella. (21)

Para Lyotard una cultura no puede convertir a otra por la persuasión, sino sólo mediante alguna fuerza imperialista: «ni el liberalismo, económico o político, ni los diversos marxismos salen incólumes de estos dos siglos sangrientos. Ninguno de ellos está libre de la acusación de haber cometido crímenes de lesa humanidad». Rorty, admitiendo que es útil que se nos recuerde a los liberales occidentales nuestra hipocresía imperialista habitual («que nosotros hemos tenido el rifle Gatling, y el nativo no») y que hemos utilizado la fuerza más que la persuasión para convencer de nuestra bondad a los nativos, añade: «Pero los liberales occidentales también hemos creado generaciones de historiadores del colonialismo, antropólogos, sociólogos, especialistas en economía del desarrollo, etc., que nos han explicado detalladamente lo violentos e hipócritas que hemos sido. Además, los antropólogos nos han mostrado que los nativos de culturas preliterarias tienen algunas ideas y prácticas que podemos tejer útilmente con las nuestras. Estos argumentos reformistas (…) son ejemplos de la capacidad de esa tradición para modificar su orientación desde dentro, y por ello convertir los différends en procesos de litigio» (23). Rorty critica a Lyotard por ser incapaz de concebir algo intermedio entre la adhesión absoluta y dogmática a universales y la pura deslegitimación, entre totalitarismo y anarquía, ignorando toda una tradición de pensamiento pragmático representada por los filósofos americanos William James y Johon Dewey, de la que Rorty se muestra fiel seguidor. Esta tradición aunque no profesa ningún deseo por los absolutos o ideales metafísicos, no ha abandonado el proyecto de un consenso humano.

Frente a la absoluta incompatibilidad entre lenguajes culturales diferentes, Rorty propone la tolerancia y la persuasión, en la necesidad de asegurar que ésta no se basa realmente en la fuerza, que las culturas no se vean persuadidas a abandonar su identidad ante amenazas disimuladas o reales u otros procedimientos que pudieran interferir en la libertad, intercambio mutuo y tolerancia de ideas y experiencias. La propuesta de Rorty en torno al consenso no se basa en principios abstractos o de aceptación universal de la naturaleza humana, de que exista algo así como una comunidad humana situada más allá de las comunidades concretas, históricamente existentes. Porque además de ser falso, favorece la deserción de los filósofos con respecto a la solidaridad que deben a los miembros de su comunidad concreta. Quien pretenda hallar argumentos que valgan para toda la humanidad termina aflojando los lazos de solidaridad que le unen con los miembros de su comunidad histórica concreta y no colabora para que se mantengan, lo cual supone una deserción en la tarea social que le corresponde. Tampoco basa Rorty su posición en una concepción del ser humano y de la vida que a éste debería parecerle buena, ya que quien la tuviera trataría de imponerla a otros. De esta forma, defensores de distintas teorías volverían a enfrentarse en detrimento de la tolerancia, que es precisamente la virtud que permite la convivencia política de distintas concepciones del ser humano. Rorty basa su teoría en un proceso de aceptación mutua y gradual entre partes opuestas.

Pero Rorty no ofrece una explicación sólida que justifique qué es lo que puede favorecer la producción del consenso mismo, ni mayores precisiones sobre qué es lo que garantizaría este tipo de tolerancia. Quien tolera tiene una posición de poder o influencia, respecto a quien es tolerado. Quien tolera puede prohibir. ¿Todo es tolerable? En caso negativo, ¿cuáles serían los límites de esa tolerancia, y en base a qué justificación? A diferencia del liberalismo filosófico, el liberalismo político de Rorty es antifundamentalista, rechaza todo intento de fundamentar de forma racional cualquier sistema de valores y conceptos. Para Rorty, como para sus predecesores los pragmatistas clásicos, la verdad es una ilusión filosófica a erradicar. Vivimos una cultura posfilosófica, en la que la Filosofía ni tiene ya, ni debe tener, la última palabra por encima de la literatura, el cine, el periodismo, la ciencia o la historia: «El pragmatismo -dice Rorty- es la antítesis del racionalismo de la Ilustración, aunque sólo fue posible en virtud de ese racionalismo. Puede servir como el léxico de un maduro liberalismo ilustrado (despojado de ciencia y filosofía) (24) . Para Rorty la Ilustración no debió haber ansiado una comunidad universal cuyos ciudadanos comparten aspiraciones comunes y una cultura común. Se equivocó al esperar que la filosofía justificaría los ideales liberales y fijaría los límites a la tolerancia liberal apelando a criterios de racionalidad transculturales. Los filósofos pragmatistas, dice, ya no hacen semejante intento, sino que formulan los límites casa a caso, bien por intuición o por compromiso en el diálogo, en vez de por referencia a criterios estables: «Nosotros los liberales burgueses posmodernos no tachamos ya de necesarios o naturales nuestras creencias y deseos centrales y de contingentes o culturales los periféricos (25). Para Rorty, en la medida en que no hay ningún punto de vista superior al que debamos responder o cuyos preceptos podamos infringir, ni siquiera deberíamos hablar de relativismo, por cuanto este concepto, sino se relaciona con el de verdad absoluta, ya no tiene razón de existir. Rorty rechaza la acusación de relativista y se declara etnocentrista. Considera que todos nosotros somos, inevitablemente, etnocéntricos en el sentido de que nuestros sistemas de creencias y deseos son los que son, socializados de una forma particular, en parte porque crecimos como lo hicimos: «Cuando yo digo que al tener esperanza en la utopía socialdemocrática estoy siendo etnocéntrico, lo que quiero dar a entender es que no veo la manera de recomendar la utopía a los nazis convencidos, o a los diversos tipos de fanáticos religiosos, o a cualquier otra gente que haya sido socializada de una forma tan diferente que no pueden encontrar ningún interés en la utopía que yo encuentro tan atractiva. Decir que la ética de uno, como la propia religión o la propia ciencia, no tiene más fundamento que el etnocéntrico, es decir, precisamente, una vez más, que no existe ninguna corte de apelación neutral a la que volverse –que debemos partir de donde estamos y, como dijera Hegel, dejar a nuestra filosofía ser un intento de captar nuestro tiempo (o, mejor, nuestra región de espacio-tiempo) en el pensamiento» (26).

Si bien para Rorty, por un lado, no existe un metavocabulario neutral y universal, y todos son igualmente válidos, por otro, considera que el vocabulario que utilizan los demócratas sociales occidentales del siglo XX es el mejor vocabulario que ha encontrado la especie hasta el presente. También considera que los pragmatistas están seguros de que su propio vocabulario será superado y cuanto antes mejor.

En oposición al comunitarismo y al liberalismo filosófico, el liberalismo posmoderno, dice Rorty, toma como punto de partida de su reflexión las instituciones y las prácticas de las prósperas democracias liberales del Atlántico Norte y, tratando de asimilar al último Rawls a sus posiciones, sostiene que, como éste, confecciona su filosofía tomando tales instituciones y prácticas como medida.

Para Adela Cortina el pragmatista es habitualmente norteamericano y toma como punto de partida irrebasable de sus reflexiones la experiencia de una democracia liberal, que ya ha asumido como propios valores tales como la defensa de los derechos humanos, la libertad y la igualdad, y los ha incorporado a su ethos cívico, a su forma de vida. Por eso, en principio, le parece innecesario buscar un fundamento filosófico para una propuesta que ya es compartida y produce satisfacción a quienes la viven. Adela Cortina, desde una posición neoilustrada, critica a Rorty diciendo que: «Si hacemos caso al liberalismo pragmatista, lo nuestro es respaldar lo que hay, justificándolo conceptualmente. Tarea bastante ruin, por cierto, porque la idea de que es correcto únicamente aquello que puedo justificar ante la comunidad en que contingentemente he nacido, ya que con ella comparto el léxico legado por tradiciones seculares, conduce a legitimar como correctas desde la teoría las decisiones fácticas de las comunidades poderosas» (27).

El relativismo rortiano, en mi opinión, confía con un exceso de optimismo en la presencia de un consenso general sobre los valores democráticos liberales sin ofrecer argumentos suficientes sobre qué hacer en aquellos casos en que puedan existir conflictos irresolubles nacidos de la existencia de valores incompatibles, o cuando el consenso se diera tomando como base valores que implican fuerza e imposición. Rorty no considera las situaciones de conflicto agudo entre diferentes concepciones de la vida. A diferencia de Lyotard que problematiza el nosotros, parte del supuesto de que es posible seguir conversando en sociedades que son collages culturales, presuponiendo un compacto y homogéneo nosotros frente a un no menos monolítico ellos.

Tanto Rorty como Lyotard sospechan de los efectos violentos del pensamiento totalizador y los dos buscan promover la diversidad, pero no tienen el deseo de establecer unos criterios universales a los que recurrir para garantizar esta diversidad. A lo más, Rorty lo deja en algo tan abstracto como la buena voluntad, el consenso y la tolerancia. En mi opinión, con ser estos valores necesarios no resultan suficientes. Si en el mundo contemporáneo seguimos asistiendo a una continuación del culturicidio y a falta de unas normas universales ¿qué garantizaría la libertad de grupos y culturas minoritarias? La paradoja del relativismo cultural radical es que, a falta de unos valores universales, nunca podrá construir un argumento significativo que apoye el reconocimiento universal de los derechos equivalentes de las culturas. Pero llegados a este punto, la pregunta sigue en pie: ¿cómo llegar a un acuerdo universalmente aceptado de lo que deben ser en concreto esos derechos al que poder recurrir para dirimir los conflictos generados por la diversidad, sin caer de nuevo en el totalitarismo?
Veamos respecto a esta cuestión la opinión de un pluralista y comunitarista liberal como Michael Walzer. Walzer al mismo tiempo que afirma el derecho a ser diferentes en términos maximalistas, reivindica un vocabulario minimalista para las relaciones entre culturas, un minimalismo moral tenue como punto de encuentro entre la diversidad cultural, compuesto por los rasgos reiterados de las moralidades particulares. Una concepción de mínimos morales compartidos casi universalmente por todas las comunidades humanas que va unido a un análisis sobre la justicia. Esta es considerada siempre desde lo concreto y con sentidos culturalmente determinados, rechazando la posibilidad de fundar y hacer funcionales unos principios de la justicia de aplicación a toda comunidad humana, válidos para todos y todas las épocas. Walzer reivindica un minimalismo que no es tanto producto de la persuasión como del mutuo reconocimiento entre los protagonistas de diferentes culturas morales completamente desarrolladas. Son un conjunto de principios y reglas que se dan de forma reiterada, en diferentes tiempos y lugares y que se consideran similares aun cuando se expresan en diferentes idiomas y reflejan historias diversas y visiones del mundo distintas: «El minimalismo no es fundacional; no se trata de que diferentes grupos de gente descubran que todos ellos comparten un grupo de valores últimos (…) Compartimos algunos valores con los otros por los cuales a veces es necesario manifestarse (y, a veces, luchar). Pero el mínimo no es el fundamento del máximo, sólo una parte de él. El valor del minimalismo reside en los encuentros que permite y facilita y es también su producto. Pero tales encuentros no son, al menos por ahora, suficientemente sostenidos como para producir una moralidad densa. El minimalismo deja espacio para la densidad en todo lugar». (28)

Como dice Rafael del Águila en la introducción al libro de Walzer, esto explica que podamos entendernos e, incluso, nos identifiquemos con lo que nos es extraño y con protagonistas lejanos y peculiares. Y lo hacemos sin tener necesidad de comprender (y compartir) sus razones maximalistas para rebelarse. Quizá aquellos manifestantes que luchan contra los tiranos tengan agudas disensiones políticas internas, quizá si discutiéramos con ellos sus criterios de justicia distributiva en la esfera educativa o en la esfera del poder político nos encontráramos en profundo desacuerdo, quizá si escucháramos sus razones (locales, tradicionales, culturalmente delimitadas) para oponerse al tirano no las compartiéramos o no las entendiéramos. Eso, con todo, es secundario, lo principal es que comprendemos perfectamente la lucha contra la tiranía, contra la opresión, contra un régimen basado en la mentira y la tortura. Las palabras y las acciones de los que se oponen a los tiranos se nos hacen inteligibles sin importar cuál es el tipo de moralidad máxima en el que se incardinan.

Antes de pasar a comentar las distintas posiciones del campo posilustrado, quisiera resumir lo dicho hasta aquí destacando que en el filosofar posmoderno lo uno se sustituye por los muchos; lo universal por lo particular; el universalismo por el relativismo; la identidad por la diferencia; la razón por lo otro de la razón; las concepciones omniabarcantes y totalizadoras por las visiones fragmentadas, parciales, escépticas de la realidad; la utopía por la heterotopía; la ética por la estética. Se habla de los consensos locales, coyunturales y rescindibles, de lo fugaz, el culto por lo efímero, de la sociedad sin sujeto, de la crisis de la razón, de las vanguardias, de la muerte de la crítica, en suma, de fin del proyecto de la modernidad. Thomas McCarthy se pregunta hasta qué punto no estamos ante una metafísica de corte negativo, y opina que el énfasis contemporáneo en lo particular, lo cambiante y lo contingente, es una reacción comprensible a la tradicional preocupación por lo universal, lo atemporal y lo necesario. Pero tal énfasis no deja de ser por ello ni menos parcial ni menos cuestionable en sus implicaciones prácticas. (29)

3.2.3.- Los posilustrados

En el campo de los neo o pos-ilustrados, se encuentran desde los que rechazan de plano el posmodernismo hasta los que admitiendo parte de la crítica posmoderna consideran que aún no hemos sobrepasado ni social ni culturalmente la modernidad.
Entre los primeros cabe citar al recientemente fallecido y agudo pensador político, el profesor de antropología social Ernest Gellner, quien señala: «La idea de que todo es un texto, de que el material básico de los textos, sociedades o prácticamente todo, es el significado, de que los significados existen para ser descodificados o desconstruidos, de que el concepto de realidad objetiva es sospechoso, todo esto parece formar parte de la atmósfera, o niebla, en la que florece el posmodernismo, o que los posmodernos ayudan a esparcir (…) tiene interés sólo por cuanto es un espécimen vivo y actual del relativismo, que en sí mismo es de alguna importancia y permanecerá entre nosotros durante un buen tiempo». Gellner ve el posmodernismo como una moda cultural pasajera, poco clara y propugna una vuelta en toda regla al racionalismo ilustrado. Quizás, dice, no sea satisfactorio emocionalmente pero como forma de obtener conocimiento y tomar decisiones morales, sigue siendo una perspectiva mejor. (30)

Entre los segundos, el crítico más conocido de la posmodernidad entre los teóricos sociales es el alemán Jürgen Habermas. Junto con K.O. Apel se sitúa en ese punto donde se entrecruzan las líneas que provienen de Kant, Hegel y Marx, y esa tradición de pensamiento crítico que tiene en la Escuela de Frankfurt uno de sus hitos más importantes. Para Habermas, la modernidad es simplemente un proyecto incompleto y teme que el talante posmoderno represente el abandono de las responsabilidades políticas y la indiferencia por los que sufren: «En lugar de desmontar, como hoy es moda, los ideales del siglo XVIII, es decir, los ideales de la Revolución francesa, deberíamos tratar de realizarlos, permaneciendo conscientes, eso sí, de que a la Ilustración le es inherente una dialéctica que, sin duda alguna, comporta sus riesgos (…) El que la Ilustración se ilustre sobre sí misma, también sobre los desastres que puede ocasionar, es algo que pertenece, pues, a su propia naturaleza. Sólo cuando se ignora tal cosa puede recomendarse la contrailustración como ilustración sobre la Ilustración». (31)

Frente a la afirmación de Lyotard de que vivimos sumergidos en medio de una pluralidad de juegos de lenguaje, y en la imposibilidad, sin coerción uniformadora, de un diálogo mutuo, Habermas ve aún posibilidades en lo que denomina racionalidad comunicativa. Ve necesario desmontar los obstáculos a una comunicación libre y abierta, sin uniformidad o sometimiento a la tiranía de un metarrelato. Frente a Habermas, Lyotard ve el consenso sólo como un estado particular de la discusión en las ciencias, pero no como su finalidad. Su finalidad es la paralogía (razonamiento falso-aparente).(32) La ciencia posmoderna se enfrenta con problemas como el caos, los conflictos caracterizados por la información incompleta, las catástrofes o las paradojas pragmáticas que no se resuelven por consenso. La invención nace siempre del disenso y no del consenso. Habermas, a lo largo de una obra larga y cambiante de cerca 40 años, continúa con la preocupación moderna por una ética social basada en la razón, la justicia y la democracia. Frente a los intentos posmodernos de entrada en una nueva época, considera aún hoy posible proseguir los espacios de emancipación que dejó abiertos la Ilustración. En su opinión el ataque de Lyotard contra el principio de la razón es irracionalista, y su deseo por sacrificar los principios de justicia al medio-juego del libre mercado moral-cultural es asimismo, un rasgo neoconservador. Encasilla a toda postura posmoderna en el neoconservadurismo, sin diferenciar las distintas líneas y nombres que la representan.(33) No lo ve así Patxi Lanceros, para el que todo intento de unificar a los posmodernos bajo una misma etiqueta es un error y encubre una urgencia ideológica bajo la capa inocente de la deficiencia analítica: «La falta de unidad del fenómeno posmoderno es tan enigmática o tan esclarecedora como la acentuada definición que presenta – a modo de reverso- la modernidad cuestionada». Por ello es preferible hablar de: «tácticas posmodernas: dispersión de ataques múltiples y diversos que no están ligados ni a una misma sensibilidad, ni a una misma ideología. No hay estrategia común, la unidad conviene a las estrategias de defensa, no a las tácticas de ruptura». (34)

Para Lanceros, renovar desde la modernidad exige el esfuerzo de pensar evitando los extremos de la reiteración ilustrada y la deserción debilista. Rescata a Holderlin, Nietzsche y Rilke como testigos y profetas de una modernidad quebrada, quienes a su vez mantienen viva la instancia trágica: «la única que puede y debe reivindicar el entusiasmo en la modernidad tardía, que se debate entre la autocomplacencia y la esterilidad». Para Lanceros: «La insuficiencia del pensar occidental -de la razon- se muestra en la descomposición entre su capacidad realizadora en el aspecto técnico y su incapacidad de pensar la contradicción, su renuncia a pensar el fundamento trágico». (35)

El deseo de fundamentar la teoría crítica en un enfoque específico impide a otros aceptar el posmodernismo, por más que algunos de sus elementos puedan interesarles o convencerles. Mientras algunos marxistas muestran un claro rechazo de la posmodernidad –como por ejemplo, Alex Callinicos-, otros como el crítico de literatura Frederic Jameson le han dedicado al tema amplios estudios. Jameson al igual que Habermas, aunque partiendo de presupuestos iniciales divergentes, hace una crítica de las causas y el desarrollo del paradigma posmoderno. Habermas lo critica por su ruptura con la modernidad y Jameson critica la posmodernidad desde una perspectiva socio-cultural. En ambos autores, aunque por motivos divergentes, se destaca la ausencia de dimensión histórica del modo posmoderno que rechaza las conexiones con otros momentos precedentes.

Si Lyotard une el ámbito cultural/estético del movimiento posmoderno con el ámbito socioeconómico de la posmodernidad mediante la estetización de éste último, Jameson, en su ensayo Posmodernismo y sociedad de consumo, investiga las relaciones entre lo cultural y lo social: «El posmodernismo –dice- no es sólo una palabra para la descripción de un estilo particular. Es también, al menos tal como yo lo utilizo, un concepto periodizador cuya función es la de correlacionar la emergencia de nuevos rasgos formales en la cultura con la emergencia de un nuevo tipo de vida social y un nuevo orden económico (…) el nuevo posmodernismo expresa la verdad anterior de ese orden social recién surgido del capitalismo tardío» (36). A continuación Jameson se centra en el análisis de dos de los rasgos que considera importantes de la cultura posmoderna: el pastiche y la esquizofrenia (en el sentido lacaniano). Analiza el paso de la estética modernista vinculada orgánicamente de algún modo a la concepción de un yo y una personalidad unificada a la experiencia esquizoide de la pérdida del ser en una época indiferenciada como la posmoderna. Jameson concluye su ensayo señalando que la clave que une a las imágenes fundamentales de la sociedad posmoderna (un ritmo cada vez más rápido de cambios en las modas y los estilos; el poder cada vez mayor de la publicidad y los media electrónicos; la sustitución de la antigua tensión entre la ciudad y el campo, el centro y la provincia, por el suburbio y la uniformización universal; el desarrollo de las grandes autopistas y la llegada de la cultura del automóvil; el neocolonialismo; la revolución verde, etc.) con el pastiche esquizoide de la cultura posmoderna, es la desaparición del sentido histórico. Nuestro sistema social contemporáneo ha perdido la capacidad de conocimiento de su propio pasado, ha comenzado a vivir en un presente perpetuo sin profundidad, definición o identidad fija.

Jameson en El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, hace una caracterización de la posmodernidad en términos socioeconómicos (37). Describe el momento actual no tanto como decadencia o superación del capitalismo cuanto como intensificación de sus formas y energías. Siguiendo la obra de Ernest Mandel, El capitalismo tardío, Jameson distingue tres etapas de expansión capitalista: capitalismo de mercado, caracterizado por el desarrollo del capital industrial en los mercados nacionales (desde 1700 a 1850); capitalismo de monopolios, una etapa idéntica a al imperialista, cuyos mercados adquieren carácter mundial, organizados en torno a Estados-naciones pero dependientes de la asimetría explotadora entre naciones colonizadoras y naciones colonizadas que proporcionan materias primas y mano de obra barata; y finalmente, la etapa posmoderna del capitalismo multinacional, marcada por el crecimiento exponencial de corporaciones internacionales y la consecuente trascendencia de los lazos nacionales. Lejos de contradecir el análisis de Marx sobre el capitalismo, esta última etapa es para Jameson, la forma más pura del capital que jamás haya existido, una prodigiosa expansión del capital que por ahora sólo se ha realizado en áreas reducidas.

Si la teoría social clásica marxista consideraba que las formas culturales eran parte de un velo ideológico o un espejo distorsionado que impedía ver las relaciones económicas reales de la sociedad, esta teoría considera a la producción, el intercambio, el comercio y el consumo de formas culturales (en un sentido amplio, incluyendo la publicidad, la televisión y el conjunto de los medios de comunicación) como expresión y objetivo de la actividad económica. Las imágenes, estilos y representaciones han dejado de ser meros anuncios de productos económicos para convertirse en auténticos productos. Igualmente, la difusión de la tecnología informática hace que la información sea el artículo de comercio de mayor importancia. Para Jameson, el posmodernismo es la pauta cultural dominante de la lógica del capitalismo avanzado. Representa una ruptura en el sistema que deja atrás las anteriores fases mercantilista e imperialista, y que, aun siendo técnicamente posible tras la Segunda Guerra Mundial, culturalmente es más reciente.

Anthony Giddens uno de los sociólogos actualmente más influyente de Gran Bretaña, ve en la radicalización del escepticismo ilustrado una fase alta de la modernidad. Para Giddens el poder económico, político y militar que dieron a Occidente su primacia y que se fundaba en la conjunción de las cuatro siguientes dimensiones institucionales: (1) expansión de la economía capitalista; (2) industrialización; (3) control de la información y (4) poder militar, ha dejado de ser distintivo diferencial de los países occidentales frente al resto del mundo. No hemos ido más allá de la modernidad sino que estamos viviendo la fase de su radicalización y mundialización.

Más allá de la modernidad, Giddens afirma que podemos percibir los contornos de un orden nuevo y diferente que es postmoderno; pero considera que no tiene nada que ver con lo que algunos han dado en llamar postmodernidad. Está de acuerdo en la crítica a la supuesta objetividad de la ciencia social pero no cree que esto conlleva la imposibilidad de aportar descripciones realistas del ámbito social. La modernidad, dice Giddens, está totalmente constituida por la aplicación del conocimiento reflexivo, pero la ecuación conocimiento-certidumbre resultó ser un concepto erróneo. Nunca podemos estar seguros de que no será revisado algún elemento dado. No es cierta la tesis de que a más conocimiento sobre la vida social obtengamos un mayor control sobre nuestro destino. Esto es verdad (discutiblemente) en el mundo físico, pero no en el universo de los acontecimientos sociales. Esto no quiere decir que no exista un mundo social estable para ser conocido, sino que el conocimiento de ese mundo contribuye a su carácter cambiante e inestable. (38)

La ciencia, el conocimiento cada vez mayor y más acelerado, ayuda a despejar muchas incertidumbres pero no las que ella misma crea, esto es, las derivadas del uso del conocimiento por humanos. Tan pronto como alcanzamos a saber algo de la realidad, ésta cambia como consecuencia de ese conocimiento.

  
      3.2.4.- El yo posmoderno

Hoy la incertidumbre, el miedo al futuro, se acentúa por la velocidad con que se generan y devoran los futuros, reales o virtuales. Una de las características más claras que diferencian al mundo occidental actual de cualquier otro período precedente es su extremo dinamismo. La palabra moderno deriva de la voz modo y modo o moda es lo que está de paso, a la espera de la aparición de algo todavía más nuevo y así hasta el infinito. Pudiéramos decir, recordando a Heidegger, que el hombre moderno vive devorado por el afán de novedades. Armando Roa ilustra el paso de la modernidad a la posmodernidad con un problema antropológico y médico: la desaparición de la angustia en el ser posmoderno y la presencia dominante de la ansiedad. Reconociendo que angustia y ansiedad se diferencian apenas por matices, pero matices que marcan preferencias profundas del alma. Un problema que, en opinión del prestigioso médico psiquiatra chileno, toca algo céntrico del ser humano en este momento de cambio cultural que estamos viviendo.

La angustia primariamente presente en la modernidad, dice, es un sentimiento connatural al ser humano, que le acompaña en los más variados momentos de prosperidad o fracaso, de salud o de enfermedad. Se caracteriza por un estado de inquietud íntima, de zozobra, de alerta, de expectación, de impotencia, de no ser a ratos dueño del gobierno de sí mismo ni de las cosas, de depender en parte del destino. La angustia viene cuando alguien está sumido por algo irremediable que le ha sucedido o puede suceder, como ocurre con la muerte de un ser muy querido, o con la inminencia de la propia muerte. En este sentido, la angustia nos testimonia, más allá de todas las teorías filosóficas, la individualidad real y autónoma de los demás seres y la consistencia tangible de nuestra propia individualidad. Es un sentimiento que nos individualiza e individualiza a los otros a los cuales echamos de menos, convirtiéndolos en yo, tú, ellos, justo por hacernos vivamente presente lo irreemplazable de cada uno o la mera sustitución mecánica de unos por otros. La angustia obliga a tomar conciencia de la temporalidad. Al ver el pasado como algo ido, se le añora o detesta; en todo caso angustia la imposibilidad de recuperarlo para gozarlo de nuevo o llevarlo por otro camino; angustia el presente en cuanto se le puede estar perdiendo o ganando; angustia a ratos el futuro, pues no hay certeza alguna de hasta dónde se dispondrá de él.

La ansiedad normal, en cambio, es un desasosiego íntimo ante la necesidad de desprenderse rápidamente de la situación en la que se está, a fin de abordar la próxima, y ello en una larga cadena; o bien, el deseo vehemente de alcanzar algo. Así el individuo posmoderno actúa en su vida diaria apresurado por terminar lo de ese momento para emprender lo que siga. El momento presente se desea despachar pronto para posesionarse del siguiente, ya sea por deber o por novedad, sin que haya verdadero gozo en retener por un tiempo suficiente el instante en que se vive.
Este cambio resulta para Roa significativo, ya que dice que así como la angustia arranca de la raíz de lo que en el lenguaje clásico se ha llamado el principio de individuación, la ansiedad sólo atañe a la vívida fugacidad del tiempo, y al existir preocupado -y a veces desesperado-, por encontrarse siempre listo para no perderse el acontecer que se avecina y así sucesivamente a lo largo de la vida: «No se busca, en el caso del posmoderno, que el acontecer próximo tenga especial trascendencia, sino sólo que sea distinto del ahora y por distinto entretenga o incluso fascine, aunque para aburrir luego, asomando entonces otra vez la ansiedad por participar en lo que sigue».(39)

El mundo moderno -dice Giddens- es un mundo desbocado: no sólo el paso al que avanza el cambio social es mucho más rápido que el de todos los sistemas anteriores; también lo son sus metas y la profundidad con que afecta a las prácticas sociales y a los modos de comportamiento antes existentes. (40)

El sujeto social posmoderno no participa ya del entusiasmo, no se siente llamado por promesas y utopías. Escucha, entre curioso y perplejo, dicursos que reproducen epitafios: se le ha hablado de la muerte de Dios y de la muerte del hijo de Dios, de la muerte del hombre y junto con él, del humanismo; del fin de la idea del progreso; del fin del socialismo y el comunismo; del fin de la historia etc. (41)

Si a esta atmosfera subjetiva abrumadoramente nihilista añadimos el tremendo dinamismo social que hace que la realidad le resulte al individuo incontrolable y bastante ininteligible, es fácil comprender que éste, ya no se plantee qué puede hacer para cambiar esta realidad, sino qué va a ocurrir en el futuro más inmediato para tomar posiciones que le resulten beneficiosas o cuando menos no perjudiciales. El individuo posmoderno tiene dificultades para asimilar todos los cambios que se están produciendo, así como para proporcionar respuestas adecuadas a ellos con la suficiente rapidez.

En unas circunstancias dominadas por influencias en las que el individuo se siente impotente o que posee poco o ningún control, se renuncia al pasado y a cambiar el futuro y se vive al día buscando seguridad sobre todo en la rutina cotidiana. Parece que avanzamos como dijera Norbert Elias: «como los pasajeros de un tren que corre cada vez más rápido, sin conductor y sin posibilidad de ser controlado por los viajeros: nadie sabe hacia dónde es el viaje o cuando será el próximo choque, ni qué se puede hacer para controlar mejor el tren». (42)

El yo de la modernidad clásica que se asienta en el cógito cartesiano y se presenta con una identidad y características definibles, es un yo sólido frente a un mundo objetivo indefinido. Ese yo se afirma a través de los demás porque a todos los hombres –la mujer queda fuera-(43) les une una naturaleza común y el yo individual puede reconocerse en el otro y viceversa. Este yo no percibe otra realidad más allá de la mente racional aparente. El inconsciente está por descubrir o a lo sumo su existencia queda relegada al territorio de lo indeterminado y vago de los sueños y la imaginación no fiable.

Nietzsche, Freud, Heidegger, Wittgenstein, Lacan… vendrán a romper esta seguridad del yo clásico al poner en el centro el mundo reprimido de lo subconsciente y lo onírico. Comienza así el progresivo proceso de deconstrucción de la entidad sólida del yo moderno. La posmodernidad vendrá a profundizar y desarrollar este proceso hasta el límite. Para los posmodernos, vinculados teóricamente al postestructuralismo (Barthes, Baudrillard, Deleuze, Derrida, Foucault, etc.) el yo se contextualiza y dispersa al igual que el mundo social. El yo deja de existir, el único sujeto es un sujeto descentrado que encuentra su identidad en los fragmentos del lenguaje o el discurso. Tenemos así un yo posmoderno frágil, quebradizo, fracturado y fragmentado.

El fundador de la psicología-social, George Herbert Mead, señalaba, en los años 70, que la identidad personal, el self, no era sino el reflejo y la interiorización del otro generalizado, de la sociedad global tal y como ha sido vivida por ese individuo (44). En una sociedad fragmentada como la actual, la identidad personal se torna también fragmentaria. El sujeto construye así su yo en referencia a un conjunto fluido en el tiempo y en el espacio de grupos con exigencias diversas, a veces incluso contradictorias. El resultado para Lamo de espinosa es que el relativismo moral, se traduce en una moral de la relatividad, caracterizada por ser una ética sincrética y, por lo tanto, fragmentaria, nada totalizadora, en el extremo incoherente, siempre fluida y cambiante para cada sujeto. Pero además, la adhesión a unos principios firmes es sustituida por la adhesión a unas reglas de estrategia en virtud de las cuales se actúa según el contexto concreto y específico. La única regla moral que queda es la de ajustarse sin aristas al entorno de expectativas cambiantes, la de no molestar, en definitiva, la buena educación. Esta mentalidad correspondería con la del sujeto que David Riesman, en la década de los 60, llamó other directed atento al entorno, deseoso de agradar y de ajustarse a modas o tendencias, frente al sujeto inner-directed, dirigido desde dentro, motivado por sus creencias y adhesiones y bastante inmune al entorno social. El yo desorientado se refugia en la intimidad personal, casi en el secreto, buscando narcisistamente una aprobación externa que le confirme su existencia. (45)

El narcisismo, según Sennet, no debe confundirse con la idea vulgar de la admiración por uno mismo, es una preocupación por el yo que impide al individuo establecer límites válidos entre el yo y los mundos externos. El narcisismo relaciona los sucesos exteriores con las necesidades y deseos del yo, preguntándose sólo qué significa eso para mí. Para Christopher Lasch, que ha estudiado el tema del narcisismo en relación con el yo moderno más a fondo, el individuo al abandonar la esperanza de controlar el entorno social más amplio, se repliega a sus preocupaciones puramente personales: la mejora de su cuerpo y su psiquismo. Al carecer de compromiso pleno con los otros, el narcisista depende de una constante inyección de admiración y aprobación para reforzar un sentimiento inseguro de su propia valía.

Giddens realiza unas observaciones críticas de ambos influyentes autores ya que considera que en sus posiciones aparece el individuo como alguien esencialmente pasivo respecto de las arrolladoras fuerzas sociales externas (46) La vida social moderna, dice Giddens, empobrece la acción individual, pero incrementa la apropiación de nuevas posibilidades; es alienadora, pero al mismo tiempo y de forma característica los seres humanos reaccionan contra las circunstancias sociales que consideran opresivas. Las instituciones de la modernidad tardía crean un mundo en el que se mezclan la oportunidad y el riesgo de consecuencias graves. Pero este mundo no constituye un entorno impermeable resistente a la intervención. Para Giddens la modernidad tardía fragmenta, pero también une. Las tendencias que llevan a la dispersión compiten con las que fomentan la integración. No considera acertado creer que la diversidad de circunstancias estimula simple e inevitablemente la fragmentación del yo, o de su desintegración en multiples yoes; sino que también puede favorecer, al menos en muchas circunstancias, una integración.


 

(1) La delimitación tanto temporal como espacial de la modernidad no es algo que esté claro. Las ciencias han descrito secuencias temporales muy distintas. Así, la filosofía maneja el concepto más amplio de modernidad y las ciencias de arte el más estrecho. La filosofía, en ocasiones, ha situado el concepto de modernidad en los comienzos del siglo XVII, con el inicio de las tradiciones empirista (F.Bacon) y racionalista (Descartes), las cuales impulsaron el desencantamiento del mundo. Las ciencias sociales no consideran útil este concepto amplio pero tampoco se da en ellas un concepto de modernidad unitario.

(2) A los términos moderno, como opuesto a antiguo, modernidad, modernización, habría que añadir el de modernismo o modernidad estética. Así Zigmunt Bauman dice: «entiendo por Modernidad un período histórico que echó a andar alrededor del siglo XVII en la Europa occidental con motivo de una serie de profundas transformaciones socioculturales e intelectuales y que alcanzó su madurez: 1) como proyecto cultural -con el despliegue de la Ilustración; 2) como forma de vida socialmente instituida -con el desarrollo de la sociedad industrial ( capitalista y, posteriormente, también comunista). Por tanto, modernidad, tal y como empleo el término, no es sinónimo de modernismo. Este es una tendencia intelectual ( filosófica, literaria, artística), que dio su paso definitivo a principios del presente siglo y que retrospectivamente puede ser visto (por analogía con la Ilustración) como un «proyecto» de postmodernidad o un estadio previo a la condición postmoderna». «Modernidad y ambivalencia» en Las consecuencias perversas de la Modermidad, J. Beriain (comp.). Anthropos, Barcelona, 1996, p. 77, nota 2.

(3) Como señala David Frisby: «no sólo reveló la fragmentación cada vez mayor de la experiencia asociada con la modernidad, sino que, además, prefiguró en algunos aspectos su acentuación en la llamada posmodernidad. Naturalmente, Simmel aún consideraba posible una totalidad reconstituída, por mucho que estuviera limitada a la esfera estética. Los teóricos de la posmodernidad, que han excavado los terrenos cultural y estético posmodernos, han socavado esa posibilidad. Asimismo, Simmel profesaba aún la creencia en la posibilidad de reconstruir al sujeto humano individual fragmentado (ahora el sujeto descentrado del discurso posmoderno)». Fragmentos de la Modernidad. Teorías de la modernidad en la obra de Simmel, Kracauer y Benjamin. La balsa de la Medusa, 51. Madrid, 1992, p.14.

(4) WEBER, M. «La ciencia como vocación», en El político y el científico, Alianza, Madrid, 1969, p. 185.

(5) RUANO, Y. Racionalidad y conciencia trágica. La modernidad según Max Weber. Trotta, Madrid, 1996, p. 215.

(6) Un estudio crítico general interesante en torno a la posmodernidad y su proyección estética (arquitectura, arte, fotografía, literatura, teatro, cine, televisión, etc.) es el de Steven Connor en Cultura posmoderna, Akal, Madrid, 1996; sobre la estética de la nueva novela y cine en el Estado español la de Gonzalo Navajas, Más allá de la posmodernidad, EUB, Barcelona, 1996.

(7) Anthony Giddens en Consecuencias de la modernidad, Alianza, Madrid, 1993, p. 52, distingue ambos conceptos.

(8) La edición francesa original es de 1979, pero la traducción inglesa no apareció hasta 1984. Utilizo la versión castellana La condición postmoderna, Cátedra, Madrid, 1984. Las pretensiones de Lyotard al utilizar la palabra, que toma prestada, de posmoderno no fueron ni polémicas ni la de buscar un concepto riguroso y científico. Su propósito era llamar la atención sobre el hecho de que algo no marchaba como hasta entonces en la modernidad. Ver Urdanibia I. «Lo narrativo en la posmodernidad», en En torno a la posmodernidad, Anthropos, Barcelona, 1994, p. 53.

(9) VATTIMO, Gianni. El fin de la modernidad. Nihilismo y hermenéutica en la cultura posmoderna, Gedisa, Barcelona, 1986, p. 145 y 10.

(10) LYOTARD, J. Op. Cit. (1984) p. 9-10. Quien desee conocer un breve bosquejo de la trayectoria política y filosófica de Lyotard, desde sus inicios en la década de los 50 junto a personajes como Jean Baudrillard en el grupo de izquierda heterodoxa Socialisme ou barbarie, comandado por Cornelius Castoriadis, lo puede encontrar en la introducción que Jacobo Muñoz hace al libro Lyotard, ¿Por qué filosofar?. Paidos, Barcelona, pp. 9-79.

(11) LYOTARD,J. La posmodernidad (explicada a los niños), 1986,Gedisa, Barcelona,1995, p. 36-30-31-97-98.

(12) G.Vattimo y otros, En torno a la posmodernidad, Anthropos, Barcelona, 1994, p.12-13.

(13) VATTIMO, G. Op. Cit (1986). p. 23 ss.y 145 ss.

(14) MARDONES, J.M. «El neo-conservadurismo de los posmodernos», en En torno a la posmodernidad, Op. Cit. p. 22-23 y 29-30.

(15) En 1993, en un artículo aparecido en la revista Foreing Affairs, el especialista norteamericano en relaciones internacionales Samuel P. Huntington avanzó una polémica interpretación del nuevo (des)orden mundial. Según Huntington, al enfrentamiento ideológico entre liberalismo y marxismo de la guerra fría está sucediéndole un conflicto de civilizaciones. Dicha tesis provocó una fuerte polémica mundial, al considerar como inevitable que las diferencias religiosas y culturales entre las grandes civilizaciones del planeta van a provocar a corto y medio plazo una multitud de conflictos más o menos fríos. Durante la guerra fría, escribió el profesor norteamericano: «el mundo ha estado dividido en tres: el primero, el segundo y el tercero. Estas divisiones ya no son pertinentes. En un futuro inmediato, el mundo estará forjado por las interacciones de siete u ocho grandes civilizaciones: occidental, confuciana, japonesa, islámica, hinduista, eslavo-ortodoxa, latinoamericana y quizá africana». Sustentaba sus tesis en los siguientes elementos: las diferencias entre civilizaciones son más importantes que las ideológicas y políticas; las diferencias se acentúan con la proximidad provocada por el hecho de que el mundo es cada día más pequeño; los procesos de modernización económica y social alejan de la identidad nacional y aproximan a la identidad cultural y, por último, Occidente, el más poderoso, agrede a las otras identidades culturales. «La cortina de terciopelo de la cultura», decía «ha reemplazado al telón de hierro de la ideología». Como ejemplo los conflictos de la antigua Yugoslavia. «Sobre la línea de fractura que separa las civilizaciones occidental e islámica -dice- el conflicto dura ya 1.300 años, y es improbable que se apacigüe».

(16) Giddens, A., Más allá de la izquierda y la derecha, Cátedra, Madrid, 1996. Para Giddens la izquierda se ha vuelto defensiva mientras que la derecha se ha hecho radical en nombre de la libertad de mercado, sin importarle los obstáculos de la tradición y las costumbres que pueda encontrar en su camino. Si la distinción izquierda/derecha tenía algún sentido en la larga fase de desarrollo de las instituciones modernas caracterizada por la modernización sencilla, en las condiciones actuales para Giddens no existe una división tan clara. En los dos primeros capítulos analiza tanto la tradición conservadora como la socialista. En los capítulos restantes desarrolla diversos puntos por los que considera debe discurrir el futuro de las políticas radicales. En Izquierda punto cero, Paidós, Barcelona, 1996, G Bosetti recopila varios ensayos interesantes de destacados autores que reflexionan sobre el papel y el significado del concepto izquierda hoy, tales como Bobbio, Gorz, Walzer, Rorty, Lukes, Sartori, Dahrendorf, etc.

(17) Touraine, A., Crítica a la modernidad, Temas, Madrid, 1993, p.234. Touraine realiza en este libro una crítica de la modernidad desde un punto de vista posilustrado. «Si no conseguimos -dice- definir otra concepción de la modernidad, menos orgullosa que la de las Luces pero capaz de resistir a la diversidad absoluta de las culturas y los individuos, entraremos en tempestades más violentas aún que las que acompañaron a la caída de los Antiguos Regímenes y la industrialización». Op. Cit. p. 256.

(18) KLAUS VON BEYME, Teoría política del siglo XX. De la modernidad a la postmodernidad, Alianza, 1994, p. 181 y ss.

(19) Feyerabend, P., Adiós a la razón, Madrid, Tecnos, 1987.

(20) S. Giner y R. Scartezzini (eds.) Universalidad y diferencia, Alianza, Madrid, 1996, p. 20. Discute esta cuestión en el mismo libro, Giorgio de Finis en el ensayo «La filosofía y el espejo de la cultura. Relativismo y método antropológico en Wittgenstein, Khun, Feyerabend y Rory», p. 187-206.

(21) Rorty, R., Objetividad, relativismo y verdad, Paidós, Barcelona, 1996, p.291.

(22) Lyotard, J.F., op. Cit., 1995, p. 91.

(23) Rorty, R., op. cit., 1996, p. 293. Rorty utiliza aquí la terminología de Lyotard para decir con otras palabras: convertir los conflictos basados en la fuerza y la imposición (los différends), en conflictos que se resuelven por la persuasión y el consenso (litige).

(24) Rorty, R., Contingencia, ironía y solidaridad, Paidós, Barcelona, 1991, p. 76.

(25) Rorty, R., op. cit., 1996, p. 281. Para Rorty, posmoderno es sinónimo de carente de fundamento, o contingente, lo que es sin necesidad y liberal en Norteamérica equivale, según su propia opinión, a la socialdemocracia europea.

(26) Diálogo con Gabriel Bello en Claves, nº 20, marzo, 1992. Este punto de vista lo desarrolla en, Rorty, op. cit., p. 281.

(27) Cortina, A., Ética aplicada y democracia radical, Tecnos, Madrid, 1993, pp. 36-39.

(28) Walzer, M., Moralidad en el ámbito local e internacional, Alianza, 1996, pp. 49-51. La obra de Walzer, su minimalismo moral tenue, su teoría de la justicia y de la igualdad compleja (Las esferas de la justicia, F.C.E., México, 1993) es una réplica directa a la defensa universalista de la justicia de Rawls (Teoría de la justicia, F.C.E., México, 1978) y Habermas. A su vez se distancia del relativismo extremo, posmoderno, a lo Lyotard, situándose en un interregno peculiar y sugerente junto a otros como Will Kymlicka o Ammy Guttman que pertenecen a esa especie teórica que ha sido denominada como comunitaristas liberales y/o liberal comunitaristas. Pero esto nos llevaría a entrar en otro de los debates, relacionado estrechamente con el de universalismo-relativismo, que se viene produciendo desde los años ochenta en el mundo anglosajón entre liberales y comunitaristas, demasiado amplio y cambiante para abordarlo en unas pocas líneas de forma satisfactoria. Un resumen de los autores y contenidos más importantes de dicha polémica, con bibliografía, en El individuo frente a la comunidad. El debate entre liberales y comunitaristas, Stephen Mulhall y Adam Swift, Temas, 1996; asimismo una exposición crítica se puede encontrar en Los límites de la comunidad de Carlos Thiebaut, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1992.

(29) McCARTHY, T. Ideales e ilusiones: Reconstrucción y deconstrucción en la teoría crítica contemporánea, en La Balsa de la Medusa, 21, 1992.

(30) Gellner realiza una apasionada crítica del posmodernismo y, en concreto, del relativismo cultural y cognitivo con los que lo relaciona en Posmodernismo, razón y religión, Paidós, Barcelona, 1994, p. 37 y ss. Así mismo, respecto a este tema clásico del universalismo, relativismo y pluralismo pero que se vuelve a poner de actualidad y que está haciendo correr ríos de tinta, resultan interesantes las reflexiones que Ignasi Alvarez Dorronsoro hace en Diversidad cultural y conflicto nacional, Talasa, Madrid, 1993, p. 124 y ss.; Javier de Lucas en El desafío de las fronteras, Temas de Hoy, Madrid, 1994, 58 y ss. y, el ya citado, S. Giner y R. Scartezzini (eds.) en Universalidad y diferencia, Alianza, Madrid, 1996.

(31) HABERMAS, J. La necesidad de revisión de la izquierda, Tecnos, Madrid, 1991, p. 54 y 27.

(32) Lyotard introduce lo que llama método paralógico. Los paralogismos como acicate de nuevos descubrimientos, son razonamientos falsos, ocurrencias absurdas contrarias a lo que se ha definido como la recta razón. El paralogismo rompe con el discurso lineal, razonado y ayuda a ver las cosas desde ángulos poco usuales y a transitar otros caminos.

(33) HABERMAS,J. «La Modernidad un proyecto incompleto», en La Postmodernidad, Barcelona, Kairós,1985, p. 34 y ss. Su posición respecto a las tendencias posmodernas en el terreno de la filosofía se desarrollan en El discurso filosófico de la Modernidad, Madrid, Altea Taurus, 1989.

(34) LANCEROS, P. La modernidad cansada, Libertarias, Madrid, 1994, p.51-54.

(35) LANCEROS, P. «Identidad moderna y conciencia trágica», en Identidades Culturales. J. Beriain, P. Lanceros (comp.) Univ. Deusto, Bilbao, 1996, pp. 79-107.

(36) Jameson, F., ¨Posmodernismo y sociedad de consumo¨, en La Posmodernidad, de Hal Foster y otros, Barcelona, Kairós, 1985, pp. 167-168.

(37) Jameson, F., El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Barcelona, Paidós, 1991, pp. 79-86.

(38) GIDDENS, A. Op. Cit. (1993), p. 51 y ss.

(39) Roa, A., Modernidad y posmodernidad, Andres Bello, Chile, 1995, pp. 63-67.

(40) GIDDENS, A. Modernidad e identidad del yo, Península, Barcelona, 1995, p 28.

(41) Por fin de la historia se entiende la idea de Hegel, explicitada en la primera mitad de este siglo por Alexandre Kojéve y re-actualizada por Fukuyama y otros, de que el Espíritu humano ha terminado de evolucionar, habiendo ido desde los estados inferiores de barbarie a los superiores de la civilización occidental de hoy. Seguirá habiendo acontecimientos, formas de vida variada, descubrimientos, etc., pero la prolongación del actual orden liberal democrático occidental se presenta como única posibilidad, como necesidad, como futuro. Perry Anderson, en Los fines de la historia, Anagrama, Barcelona, 1996, analiza las distintas versiones del fin de la historia desde Hegel hasta hoy, realizando un análisis crítico de las tesis de Fukuyama.

(42) ELIAS, N. La sociedad de los individuos, Península, Barcelona, 1990, p.96.

(43) La mujer fue excluida en la Modernidad de la participación en la vida política, económica y cultural. Hegel describe y justifica al mismo tiempo las causas de la marginación de la mujer en la modernidad clásica: «El varón representa la objetividad y universalidad del conocimiento, mientras que la mujer encarna la subjetividad y la individualidad, dominada por el sentimiento. Por ello en las relaciones con el mundo exterior, el primero supone la fuerza y la actividad, y la segunda, la debilidad y la pasividad». Filosofía del derecho, p. 166. El primer feminismo que apareció en 1793, algunos años antes que la obra de Hegel, con los escritos de la francesa Olympia de Gouges, que contó sólo con el apoyo de Condorcet y de la inglesa Mary Wollstonecraft y que culmina con la publicación de la obra de Simone de Beuvoir, El segundo sexo, llevó a cabo una defensa de la igual capacidad de ambos sexos y de los derechos de la mujer, luchando por defender la presencia de ésta en las tres actividades hegemónicas de la modernidad: la ciencia, el estado y la economía. El feminismo contemporáneo ha empleado metodológicamente la desjerarquización posmoderna para criticar y reducir los valores masculinos imperantes, mostrando sus deficiencias y limitaciones. Al mismo tiempo el discurso feminista ha debatido sobre la definición de los rasgos del nuevo yo femenino diferencial. Ha profundizado en la exploración de lo corporal, de lo físico, renovando los conceptos de eortismo, sexo, relaciones afectivas, etc.

(44) Para Mead el self está constituído por el me que responde a las expectativas y actitudes que los otros proyectan sobre mí, como miembro y parte integrante de la misma comunidad, y por el yo que es la fuente de las aportaciones más o menos originales que el individuo puede llevar a cabo en su relación con los otros. Espíritu, Persona y Sociedad, Paidós, Buenos Aires, 1972.

(45) Lamo de Espinosa, Op. Cit. p.182.

(46) Giddens, A., op. cit., p. 215-254.