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La cuestión del porvenir de los Estados es uno de los temas centrales de los debates sobre globalización. Una globalización que se ha convertido en las últimas décadas en una ideología, en una forma de ver el mundo. La idea dominante es que la globalización conlleva la desaparición del Estado-nación y la subsiguiente muerte de la nación como principal elemento de identidad y de identificación de las personas. Frente a esta perspectiva más profética que realista, autores como Giddens, Held, Stiglitz, Gray, Sassen, Harvey, Beck y Rodrick han relativizado esta cuestión y han criticado las exageraciones de la globalización.

Como dice Roddick: «Los líderes políticos alegan impotencia, los intelectuales fabulan esquemas de gobernancia global impracticables y los perdedores cada vez más culpan a los inmigrantes o a las importaciones. Si uno habla de volver a otorgarle poderes al Estado-nación, hay gente respetable que sale corriendo en busca de resguardo, como si uno hubiera propuesto revivir una plaga» (Proyect Sindicate, 2012)

Ciertamente, el largo proceso globalizador ha originado una redefinición y una reubicación del Estado-nación en la sociedad y en el sistema internacional. Pero alteración no significa desaparición. Los conceptos evolucionan con el tiempo, así como las sociedades, y el de soberanía, así como el de Estado, no son la excepción.

En su libro “Nacionalismo banal” (Capitán Swing, 2014), el profesor Michael Billig sostiene que la globalización no está haciendo que la nación esté desapareciendo como la principal identidad del individuo. De hecho, el uso de la identidad nacional estaría presente en todas partes. Estaríamos ante un tipo de “nacionalismo banal”, más vivo que nunca.

Mientras que la teoría tradicional ha puesto el punto de mira en las expresiones más radicales del nacionalismo, el autor centra la atención especialmente en la crítica al nacionalismo de las naciones Estado, en las formas diarias y menos visibles de esta ideología, que se encuentran profundamente arraigadas en la conciencia contemporánea, y que constituyen lo que define como un «nacionalismo banal».

Billig entiende el nacionalismo como “el conjunto de creencias ideológicas, prácticas y rutinas que reproducen el mundo de los Estados- nación” y banal no como «insignificante o sin importancia». Sería un error, dice, suponer que el «nacionalismo banal» es «benigno» porque parece contener un aura de normalidad tranquilizadora, o porque parece carecer de las pasiones violentas de la extrema derecha. Como señaló Hannah Arendt (1963), banalidad no es sinónimo de inocuidad. En el caso de los estados-nación occidentales, el nacionalismo banal difícilmente puede ser inocente: reproduce instituciones que poseen arsenales de armamento inmensos. Como demostraron las guerras del Golfo y de las Malvinas, se pueden movilizar fuerzas sin necesidad de realizar prolongadas campañas de preparación política. El armamento está cargado, listo para su uso en la batalla. Y las poblaciones nacionales también parecen estar cargadas, listas para apoyar la utilización del armamento.

El profesor defiende que no solamente en los lugares en pugna por crear un Estado-nación, sino también “en las naciones consolidadas, la nacionalidad se “enarbola” o recuerda de forma continua. Para Billig, “las fuerzas de la globalización no están produciendo homogeneidad cultural absoluta. Tal vez estén erosionando diferencias entre culturas nacionales, pero también están multiplicando las diferencias en el interior de las naciones”. “La percepción de la importancia de una patria con fronteras y la distinción entre ‘nosotros’ y ‘los extranjeros’ no han desaparecido. Es más, esos hábitos de pensamiento persisten no como vestigios de una era pasada que haya sobrevivido a su función, sino que hunden sus raíces en formas de vida en una era en la que el Estado tal vez esté cambiando, pero todavía no ha desaparecido”.

Si bien, para el autor, el Estado puede estar cambiando, no por ello las personas dejan de sentirse identificadas con una nación, ya sea una consolidada en forma de Estado o en búsqueda de uno nuevo, como son los casos escocés o catalán en Europa. Muchos escoceses rechazan ser británicos y muchos catalanes y vascos rechazan ser españoles, pero no por ello dejan de identificarse con una nación que, según sus aspiraciones, debería ser también un Estado. Pero no son los únicos que apuestan por la nación.

La conclusión a la que llega Michael Billig es que, a pesar de la globalización, la nación sigue siendo la identidad más importante para la mayoría de las personas, aunque eso no signifique que sean unos nacionalistas furibundos y agresivos. El hecho de que la mayoría sigamos pensando en términos de nacionalidad se debe a las influencias diarias a las que estamos sometidos por el nacionalismo banal y su “bajo y discreto tono”. “En las prácticas rutinarias y los discursos cotidianos, en especial los de los medios de comunicación, se enarbola de forma habitual la idea de nacionalidad. Hasta el pronóstico diario del tiempo lo hace. Mediante este tipo de enarbolamientos, las naciones consolidadas se reproducen como naciones, donde se recuerda sin alharacas a la ciudadanía cuál es su identidad nacional”.

Los defensores de la globalización hablan del fin del Estado, el fin de la frontera, el fin de los muros y rejas, pero no pueden explicar por qué las fronteras se vuelven más fuertes y los muros se multiplican, al mismo tiempo que la globalización se incrementa. Así sucede en toda Europa y en EE.UU, donde se dan los dos procesos de integración económica más fuerte y donde las fronteras se militarizan con más intensidad.

El hecho de que la globalización haya mermado las facultades estatales, aunque suene paradójico, con el consentimiento del mismo Estado, nos hace preguntarnos sobre la posibilidad de que el Estado soberano llegue a desaparecer. ¿Puede concebirse que la globalización llegue a destruir al Estado como tal, o este es tan necesario para que el fenómeno continúe desarrollándose? En la crisis financiera global, se pregunta Rodrick, ¿Quién rescató a los bancos, inyectó la liquidez, se comprometió a un estímulo fiscal y ofreció las redes de seguridad para los desempleados a fin de evitar una creciente catástrofe? ¿Quién está reescribiendo las reglas sobre la supervisión y regulación del mercado financiero para impedir que vuelva a ocurrir lo que pasó? ¿Quién carga con la mayor responsabilidad por todo lo que salió mal? La respuesta es siempre la misma: los gobiernos nacionales.

Una visión más amplia con interesantes reflexiones y comentarios críticos del debate sobre el futuro del Estado, las diferentes teorías de la globalización y algunas perspectivas sobre la gobernanza mundial nos la proporcionan Mª Victoria Gómez y Javier Álvarez Dorronsoro en su libro El cambio social en la era de la incertidumbre (Talasa, 2013). Los autores, en el capítulo sexto, «Declive y permanencia de las estructuras estatales», confrontan las teorías de quienes ven en el eclipse del Estado-nación una necesidad histórica y que además celebran esta desaparición como un signo de liberación, con las posiciones de quienes lamentan la erosión de la democracia y reivindican la necesidad de unos anclajes que el mundo globalizado no proporciona. Cierran el capítulo con el relato del debate que a mediados de la década de los noventa tuvo lugar en EE.UU organizado por Martha Nussbaum sobre el cosmopolitismo y el patriotismo introduciendo, de esta manera, un enfoque filosófico y moral en un tema en el que, como bien dicen, han predominado las perspectivas y las exigencias económicas.

Desde posiciones (neo)liberales se sostiene que la globalización trae libertad, progreso, la igualación del nivel de vida de todos los países, la convergencia cultural y moral y desde algunas posiciones marxistas, de izquierda, las dinámicas de la globalización aparecen como las fuerzas que favorecen el proceso de liberación de los oprimidos.

Como señalan Mª.Victoria Gómez y J. Álvarez Dorronsoro, el punto de vista de la función superflua de los Estados no solo ha sido promocionada por sectores de intelectuales próximos a los medios financieros, también desde la izquierda surgieron teorías en línea con esa perspectiva, citando la defendida por Michael Hardt y Antonio Negri en su obra Imperio (Paidós, 2002) como la de mayor difusión.

El Imperio sería hoy la incorporación al capitalismo de toda la humanidad. Ya no hay primero, segundo y tercer mundos. El nuevo Imperio no tiene centralidad. Estados Unidos -dicen Hardt y Negri- no constituye el centro de un proyecto imperialista. El poder está disperso. El estudio destaca, también, la obsolescencia del Estado-nación y de las fronteras territoriales. Hay una nueva forma global de soberanía: el Imperio, como «aparato descentrado y desterritorializador». El Imperio no tiene límites ni fronteras temporales. El Estado-nación «ha sido derrotado» y las grandes compañías multinacionales gobiernan la tierra. Según Hardt y Negri, «la decadencia del Estado-nación (…) es un proceso estructural e irreversible». Las tareas y funciones del Estado-nación habrían migrado hacia «los mecanismos de mando del nivel global de las grandes empresas transnacionales». 
Hardt y Negri, sustentan sus argumentos sobre la existencia de un Imperio sin imperialismo, sin Estados nacionales, sin un centro real de poder (hablan de «un no lugar»), sin periferia, sin «eslabones más débiles», sin clases sociales, sin un enemigo concreto, en una noción de un mercado mundial dominado por corporaciones multinacionales «globales», que han convertido a las naciones y a los estados imperiales en anacronismos.

¨Desde esta perspectiva, dicen Mª Victoria Gómez y J. Álvarez Dorronsoro, las naciones constituyen uno de los obstáculos principales de la emancipación en la era de la globalización y, en consecuencia, los movimientos forzados o no (como por ejemplo, los movimientos migratorios), que amenazan o superan las fronteras de los Estados se convierten sorprendentemente en vectores del proceso de liberación de los dominados”.

Al sostener que el poder se localiza en el sitio global, en el capital organizado globalmente y en las organizaciones supranacionales, la ortodoxia de la globalización -en la izquierda y la derecha- socava la importancia del sitio nacional, del Estado, de las clases sociales, así como desconsidera la enorme diferencia entre los Estados en lo que respecta al poder económico, militar y político, algo que está mucho más cerca de la realidad que el enfoque especulativo de Hardt y Negri.

En esta versión de la globalización, la línea que separa al mito de la realidad se difumina y la globalización se transforma en una “teleología”. Como señalan Mª Victoria Gómez y J. Álvarez Dorronsoro, ¨la lectura de Imperio invita al lector a hacerse la pregunta de si para sus autores la globalización no juega un papel similar al que desempeñaba el desarrollo de las fuerzas productivas para el advenimiento de la revolución socialista dentro del esquema marxista¨.

                                                                                                  12-10-15