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Kepa Bilbao
hika, nº96, enero 1999

Hay dos clases de intelectuales, de pensadores, de artistas, de seres humanos en general: el erizo y el zorro. Esta diferencia metafórica remite a un verso del poeta griego Arquíloco, que dice: «La zorra sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una importante».

Isaiah Berlin recurrió a esta distinción en su ensayo sobre el pensamiento de Tolstoi, inclinándose por una de sus posibles interpretaciones y advirtiéndonos que al igual que todas las clasificaciones de este tipo, si se llevan al extremo se pueden convertir en artificiales, dogmáticas y absurdas.

La oposición entre la zorra y el erizo supone que hay dos formas de abordar los problemas. El erizo relaciona todo con una única visión central, con un sistema coherente o integrado, con un solo principio organizador que da sentido a la realidad. La zorra, por el contrario, piensa que existen muchos fines distintos, a menudo inconexos y hasta contradictorios, y no es posible intentar encontrar una visión unitaria e invariable. Por ello, los zorros llevan vidas, realizan acciones y sostienen ideas centrífugas, a diferencia de los erizos que son centrípetos; captan la realidad sin un paradigma que ordene y de sentido al cúmulo de experiencias que se dan en la vida, pues perciben el mundo como una compleja diversidad en la que, aunque los hechos tengan un sentido y una coherencia, el todo es un tanto caótico, contradictorio e inaprensible.

Dante es un erizo y Shakespeare es una zorra. «Platón, Lucrecio, Pascal, Hegel, Dostoievski, Nietzsche, Ibsen, Proust son, en distinto grado, erizos. Herodoto, Aristóteles, Montaigne, Erasmo, Molière, Goethe, Pushkin, Balzac y Joyce son zorras». No me cabe ninguna duda de que Berlin se encuentra entre las zorras.

Como no es la primera vez que el viejo profesor -de origen letón pero criado y educado en Gran Bretaña, donde fue profesor de Teoría social y política en Oxford y presidente de la Academia Británica- sale en estas páginas, no creo que necesite de mayores presentaciones. Si esta vez lo traigo a ellas es para comentar la publicación de varios ensayos suyos inéditos, compilados por su editor y albacea intelectual, Henry Hardy, el cual nos recuerda en su presentación del libro que el material hasta ahora recopilado y aún por publicar asciende a más de un millón de palabras, prácticamente lo mismo que Berlin publicara en vida.

Historia y política

El sentido de la realidad, primero de los nueve ensayos y título del libro, es una excelente reflexión en la cual Berlin aborda uno de sus temas más recurrentes, la naturaleza y el significado de la historia. El mismo título nos da una pista de las preocupaciones del autor, de su desconfianza hacia la simplificaciones, abstracciones artificiosas y reduccionismos de todo tipo a las que son tan propensos numerosos historiadores, políticos y los llamados hombres de acción en general.

La teorización histórica que realiza Berlin no se adapta a un único esquema, es más, cuestiona la idea misma de construir una teoría, una ciencia de la historia y de la política guiada por leyes o sistemática, que trate de encajar en un único esquema unificado la multiplicidad y variedad de elementos heterogéneos de los que se compone el proceso histórico. Berlin haciéndose eco de las consideraciones que Tolstoi realiza en el epílogo de Guerra y paz, apunta cómo todos los proyectos que conlleven el uso de abstracciones y esquemas del tipo de las que gustan realizar a los teóricos especulativos, están destinados al fracaso, ya que resultan totalmente inapropiados para comprender lo que Tolstoi definió como el continuum de infinitesimales de los que se compone la vida individual y social. Como dice en El juicio político, segundo de los ensayos y que viene a ser un complemento y desarrollo del anterior, <>… en Euskalherria en 1999, podríamos apostillar.
En este magnífico ensayo -que en mi opinión, junto con el anterior, bien podría figurar en el programa de los universitarios que cursan la carrera de Ciencias Políticas y sociales- Berlin comienza preguntándose: ¿qué significa tener buen juicio en política?; ¿qué es ser políticamente sabio, o estar políticamente dotado, ser un genio político, o incluso no ser más que políticamente competente, saber cómo lograr que se hagan las cosas? ¿Hay que poseer un tipo de conocimiento particular?; ¿son conocimientos sobre una ciencia?; ¿puede enseñarse a los gobernantes algo llamado ciencia política?

Esta era la teoría de Hobbes, de Spinoza, de sus seguidores, una teoría que se desarrolló en los siglos XVIII y XIX al calor del enorme prestigio que adquirieron las ciencias de la naturaleza. Berlin responde que no hay una ciencia natural de la política, ni de la historia, en la misma medida que no hay una ciencia natural de la ética.

Lo que hace que los gobernantes, los políticos, ya sean perversos o virtuosos, tengan éxito, reside en que no piensan en términos generales, sino que captan la combinación única de características que constituyen esa situación particular: esa y no otra. Y esto no se enseña. Esta es una misteriosa cualidad que poseen muy pocos historiadores, políticos o escritores. Berlin señala que tal sabiduría natural, comprensión imaginativa, penetración, capacidad de percepción, como opuestas a las virtudes –admirables como son- del saber teórico, la erudición, las capacidades de razonamiento y generalización, el genio intelectual, han tendido a ser consideradas como algo precientífico e inaceptables teóricamente.

Los científicos, en cuanto que científicos, no necesitan ese talento. Si estos, en más de una ocasión, se comportan de una forma tan ingenua en política es en buena medida debido a que realizan una transposición mecánica de lo que funciona en las disciplinas formales y deductivas, o en los laboratorios, a la vida humana. El arte de la vida, de la política, tiene sus propias técnicas, sus propios criterios de éxito o fracaso. La botánica es una ciencia la jardinería no. Para Berlin esta es una capacidad para la síntesis antes que para el análisis, para lo cualitativo más que para lo cuantitativo, para lo específico más que para lo general; es una especie de conocimiento directo, distinto a una capacidad para la descripción, el cálculo o la inferencia, es un conocimiento en el sentido en que los padres conocen a sus hijos, o los directores a sus orquestas, distinto a aquello mediante lo cual los químicos conocen los contenidos de sus tubos de ensayo, o los matemáticos conocen las reglas que obedecen sus símbolos.

Estos dos ensayos, además de una gran sensibilidad intelectual y finura, reflejan bien la astucia del zorro que es Berlin. Así mismo, se destaca en ellos como uno de los pioneros en la crítica del cientifismo. Hay que tener en cuenta que fueron escritos a contracorriente, en el contexto político e intelectual europeo de los años 50, de fuerte ideologización y en donde reinaba el positivismo en las ciencias
Un segundo bloque de interés constituye la reflexión sobre las consecuencias de la aplicación del racionalismo político y el discurso ilustrado radical a la organización social. El libro contiene dos ensayos dedicados uno, a rastrear el nacimiento del socialismo y el comunismo en Europa desde el siglo XVIII (Mably, Babeuf, Saint-Simon, Fourier, Owen, Blanc, Blanqui, Proudhon, Bakunin, etc.) y otro, más centrado en la génesis del marxismo, en el por qué de su abrumador éxito frente a sus homólogos , así como de la gestación de la I Internacional obrera.

Romanticismo y nacionalismo

En un tercer y último bloque incluiría los ensayos dedicados al romanticismo y al nacionalismo. Quizás los más relevantes y donde su pensamiento se muestra más original.

En La revolución romántica, Berlin sostiene la tesis de que la aparición del romanticismo a finales del siglo XVIII, principalmente en Alemania, supuso un punto de inflexión, un cambio de actitud, en la historia del pensamiento político occidental y, más ampliamente en la historia del pensamiento y de la conducta humana en Europa. Los otros dos grandes cortes los sitúa, el primero, entre la muerte de Aristóteles y el auge del estoicismo y el segundo, el provocado por Maquiavelo.

Los valores y la moral subjetiva del movimiento romántico penetraron en la conciencia europea de una forma tan profunda que hoy podemos decir que nuestras concepciones modernas del hombre, de la política y de la ética provienen tanto del programa ilustrado francés, heredero de la tradición racionalista de procedencia platónica, como de las reacciones en su contra que promovió el movimiento romántico alemán; y, así, en el equilibrio o desequilibrio de estas dos tendencias culturales del siglo XVIII se desarrolla la modernidad, es más, dice, <>. Pese a todo, a Berlin no le cabe ninguna duda de que esta capacidad de deslizarnos de una a otra perspectiva, ha enriquecido nuestra capacidad de entender a la gente y a las sociedades y esto tenemos que agradecerlo a la última gran revolución de los valores y los criterios que fue la revolución romántica (Tal vez, hoy, mientras escribo estas líneas y tú las estés leyendo, estemos viviendo, sin ser muy conscientes de ello, otro de los grandes puntos de inflexión en Europa, el cuarto según las cuentas de Berlin, pero no nos despistemos y volvamos a la tercera).
Rastreando este cambio de actitud, esta revolución intelectual, sostiene que ésta bien podía haber sido anticipada por algunos de los autores a los que nadie dudaría en atribuir el calificativo de ilustrados, tales como Rousseau y Kant.
A primera vista, nadie diría que pudiera existir vinculación alguna entre uno de los mayores representantes del racionalismo universalista y cosmopolita y el surgimiento del nacionalismo romántico.

En su ensayo Kant como un origen desconocido del nacionalismo, Berlin encuentra las semillas de dicho vínculo en sus obras éticas más que en las políticas, en su libertad moral, en su énfasis en el valor de la autonomía, en la capacidad de los individuos de determinar su propia conducta moral, de actuar, de elegir entre diferentes opciones, en definitiva de autodeterminarse. Semillas que utilizadas posteriormente por sus infieles discípulos como Fichte (el verdadero padre del romanticismo), en el suelo de unas condiciones sociales concretas, darían nacimiento al nacionalismo, primero alemán y posteriormente europeo. De hecho, no resultó difícil pasar de la autonomía moral del individuo a la autonomía moral de la nación, de la voluntad individual a la voluntad nacional, de la autodeterminación individual a la autodeterminación nacional. Para Berlin esto no es decir que Kant hubiese aprobado la utilización que se hizo de su obra, sino que los fundadores del nacionalismo encontraron en ella material para fundamentar su doctrina. Cuando un filósofo ya sea Kant, Marx o Nietzsche exponen al mundo un sistema, no puede ser tenido por responsable de las implicaciones que otros puedan correctamente extraer de él. Este vínculo ha sido también defendido por otros autores, estudiosos del nacionalismo, como Kedourie así como rechazado o muy matizado por otros como Gellner.

El nacionalismo y los problemas que resultan del choque entre las culturas son abordados también en el último de los ensayos Rabindranath Tagore y la conciencia de nacionalidad.

Hija de la Revolución francesa empezó su andadura aliada a otras fuerzas como la democracia, el liberalismo, el socialismo. Pero allí donde luchaban entre sí, el nacionalismo salía siempre victorioso, reduciendo al resto de fuerzas a una impotencia relativa. <>.

En este, como en otro par de ensayos excelentes que nos ha dejado, Berlin se pregunta por la genealogía del nacionalismo y trata de buscar sus raíces. Sitúa su aparición como doctrina coherente, en la Alemania del siglo XVIII, en los conceptos de Volksgeist y Nationalgeist, en los influyentes escritos del poeta y filósofo J.G. Herder, el que será conocido como el fundador del nacionalismo cultural.

Define el nacionalismo como un estado de inflamación de la conciencia nacional que brota, no pocas veces, de un sentido ultrajado y herido de dignidad humana, del deseo de reconocimiento. Deseo que es, seguramente, una de las mayores fuerzas que impulsan la historia humana y que puede adquirir formas espantosas, pero que en sí mismo no es un sentimiento artificial o repulsivo. Al final del ensayo, Berlin traza una clara frontera entre las formas benéficas y las destructivas que el nacionalismo puede adoptar.

Como señala en otra parte, la razón por la que el liberalismo y el socialismo han tenido tanta dificultad en ver su importancia reside en trazar una división tajante entre, por un lado los poderes sombríos: la iglesia, el capitalismo, la tradición, la autoridad, la jerarquía, la explotación, el privilegio; por el otro, las lumières, la lucha por la razón, por el conocimiento y la destrucción de barreras entre los hombres, la igualdad, los derechos humanos, por la libertad individual y social, la reducción de la miseria, la opresión, la brutalidad, el énfasis en lo que los hombres tienen en común, no en sus diferencias. El sentimiento nacional, el nacionalismo cayó en ambos lados de esta división entre la luz y la oscuridad, el progreso y la reacción.
Una reflexión que muchos de nuestros insignes liberales, socialistas y nacionalistas de hoy día harían bien en considerarla, y en no seguir de forma tan pertinaz como unilateral unos, colocando a la conciencia de nacionalidad, al nacionalismo –generalmente al pequeño o al humillado o al sin Estado- exclusivamente en el campo de la oscuridad y la reacción, disfrazados de internacionalistas, aferrados a un rígido estatalismo jacobinista o a un gran-nacionalismo satisfecho y los otros, de la misma forma unilateral, colocándolo sólo en la de la luz y el progreso, sin revisar la calidad democrática de su propuesta, sin admitir con todas sus consecuencias lo que significa que en el mismo territorio que se reivindica haya otras lenguas, sentimientos, tradiciones particulares, símbolos y afectos nacionales que, a su vez, reclaman y defienden un mismo reconocimiento. Estoy convencido que sin un gran esfuerzo por salir de esta dicotomía, de este cruce de agravios y descalificaciones, que tanto nos divide y tiene aprisionados, sin un Gran Pacto (o varios) entre los vasco-navarros de ambos lados de los pirineos, con sus correspondientes consultas a la ciudadanía, en la que todos ganen perdiendo algo, difícilmente podremos construir unas bases comunitarias sólidas para una mejor convivencia en la diversidad y pluralidad.

Hecho este inciso y volviendo a Tagore, Berlin señala que los problemas a los que se enfrentó en la India colonizada por los ingleses, no fueron diferentes de los que preocupaban a los críticos y reformadores en Rusia y Alemania en el siglo XIX y en otros países como EEUU en el siglo XX y países de Latinoamérica. Tagore, dice, nunca mostró su sabiduría más claramente que cuando escogió la difícil vía intermedia, no dejándose arrastrar ni hacia el Escila del asimilacionismo, del cosmopolitismo vacio, del modernismo radical ni hacia el Caribdis del nacionalismo cerrado, del orgulloso y melancólico tradicionalismo. Por ello, concluye Berlin, Tagore fue quizás menos escuchado.