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Kepa Bilbao
(hika, nº138-139, noviembre-diciembre 2002)

China es uno de los nuevos centros de poder global del siglo XXI, en el que 1300 millones de personas viven inmersas en un contradictorio y vertiginoso proceso de cambio social, económico y psicológico, sometidas a su vez a la dictadura de una elite que se perpetúa en el interior de unas instituciones surgidas tras la revolución de 1949 y cuya legitimidad se apoya, hoy, en el grado de avance hacia el capitalismo. Una sociedad que está aprendiendo rápidamente los modos de funcionamiento de una sociedad moderna capitalista y un partido-Estado integral que ha mostrado una capacidad bastante notable para sobrevivir a la crisis del fin del maoísmo, que sigue contando con el monopolio de lo político, económico, ideológico y militar, aún cuando ha aprendido a hacer una gestión más flexible, a reconocer la legitimidad de intereses sociales diferentes y a encontrar la manera de manipular más sutilmente lo social que en el pasado.

Las Tres Representaciones

Los 2114 delegados en representación de los casi 65 millones de afiliados al Partido Comunista Chino ( PCCh), reunidos en su decimosexto congreso el mes de noviembre, han ratificado oficialmente lo que en la práctica ya se venía haciendo desde las reformas económicas iniciadas por Den Xiaoping. Práctica a la que se le ha dado un nuevo impulso y que ha sido expresada en la metafórica teoría de las Tres Representaciones, o dicho con otras palabras, al proletariado y el campesinado tenidos en la retórica del partido por la vanguardia de la revolución se le suma ahora la de los capitalistas. El cambio de las normas del partido-Estado para dar cabida a los hasta ayer excluidos como explotadores capitalistas, junto a ciertos cambios de personas en la cúpula del poder, ha sido la novedad ampliamente descrita por los medios de prensa, radio y televisión de este XVI Congreso.

Una de las bromas o gracias que circulaban por Beijing durante esos días, sitúa a los presidentes de EEUU, Rusia y China en una importante reunión para decidir cómo eliminar a Osama bin Laden. George Bush propone enviarle tres misiles, Vladimir Putin prefiere que el trabajo lo hagan tres espías rubias y finalmente Jiang Zemin interrumpe a sus colegas y dice: ¨Matémosle de aburrimiento con la Teoría de las Tres Representaciones¨.

No es mi intención en estas líneas aburrir al lector con esta teoría ni con los relevos de carácter continuista en el seno de la oligarquía del partido-Estado, sino otra bien distinta y en mi opinión más provechosa para aquellos que están interesados en seguir profundizando en la reflexión crítica y autocrítica, tanto de la evolución (causas y efectos) de la China contemporánea, así como, por extensión, de las revoluciones socialistas que han tenido lugar el pasado siglo XX y su tortuosa transición al capitalismo, como es la invitación a la lectura del sugerente libro de Jiwei Ci Dialéctica de la revolución china: de la utopía al hedonismo (Bellaterra-2002).

Nadie mejor para ayudarnos en esta reflexión que la de un testigo de excepción como es Jiwei Ci, nacido en Beijing y actualmente profesor asociado de filosofía en la universidad de Hong Kong, que ha vivido desde dentro y que ha experimentado o visto de primera mano la utopía, el nihilismo y el hedonismo descritos en estas páginas, con la esperanza, dice, de conseguir hacer justicia, aunque a nivel teórico, a como ha sentido todo un pueblo su experiencia, registrada o no de un modo totalmente consciente.

Ascetismo y hedonismo

Jiwei Ci trata de comprender el período de la historia que va, principalmente, desde 1949 hasta la actualidad, no desde la perspectiva tradicional de las ciencias políticas y de la historia, sino desde la perspectiva filosófica y psicológica. Una mirada novedosa y original. Una serie de reflexiones sobre la historia de la China comunista como historia de sentido y/o de la pérdida de sentido, de un pueblo que se entregó con todas sus fuerzas a realizar el proyecto utópico marxista de una vida más justa e igualitaria.

El libro está estructurado en seis capítulos, cada uno de los cuales se refiere a un aspecto diferente del mismo proceso del tránsito de la utopía al hedonismo, pasando previamente por el desencanto del nihilismo, por la desilusión de las metas no alcanzadas. En él se abordan temas como: 1) el impacto del marxismo en China en relación a su propia historia y con occidente. De un marxismo, que tras su paso por la URSS se convirtió en marxismo-leninismo e incardinó en China como marxismo-leninismo- pensamiento Mao Zedong. Un marxismo que, como reconoce Jiwei Ci, puede estar relacionado con el marxismo de Marx de diferentes maneras, que van desde la fidelidad relativa a la distorsión o divergencia completas, pero que en nada le hacen justicia; 2) el proceso de creación y pérdida de sentido, sobre la experiencia de la memoria y el olvido, la destrucción de la memoria histórica y de la cultura tradicional dentro del marco de un orden social confuciano que duró dos milenios; 3) los efectos de fundar una nueva moral sobre una teleología revolucionaria; 4) la tensión entre los aspectos ascéticos y hedonistas de la utopía; 5) la parálisis de la voluntad como resultado de las continuas movilizaciones y fracasos; 6) la relación entre el presente y el futuro.

El libro de Jiwei Ci es un trabajo de investigación no exento de riesgos por tratarse de algo tan profundamente subjetivo como es la experiencia del sentido y del sin sentido, pero que viene a llenar un vacío y a enriquecer los abundantes estudios realizados hasta ahora sobre esta época tan crucial de China.

Lo más importante del período que trata la investigación, a falta de una expresión más precisa, dice el autor, es la crisis espiritual de China. Una crisis del espíritu que ha pasado en su mayor parte sin ser diagnosticada por quienes la sufrían y que no resulta fácilmente aprehensible al habitual acercamiento histórico, ni siquiera a la perspectiva típica de la sociología o las ciencias políticas. Como el mismo autor nos cuenta, lo que le espoleó a realizar dicha investigación fue la rabia, tristeza y futilidad que experimentó, sólo una década después de la muerte de Mao, ante la supresión del movimiento democrático de junio de 1989 tras la matanza de la plaza de Tian´anmen. Cuando la disposición de ánimo de la nación pasó de una conmoción a la pérdida de esperanza y después, de la falta de esperanza al no ha pasado nada, todo sigue igual. Algo había en el espíritu chino, dice Jiwei, cuya causa y naturaleza debía de encontrarse en el nivel más profundo de la experiencia china.

Es a partir de aquí cuando el autor comienza a concebir, a un nivel alto de abstracción, la historia de la China comunista en términos de un paso de la utopía al nihilismo, entendido este no como una posición intelectual sino como una condición de existencia que se manifestaba en síntomas tales como la pérdida de idealismo, la relajación de la austeridad ideológica, el cinismo, la apatía, e incluso en un absoluto mal genio. Pero conforme continuó con su investigación, Jiwei fue más allá al considerar la experiencia del comunismo chino en términos del paso de la utopía al hedonismo. Esto que puede dejar algo perplejo al lector, también reconoce le ocurrió al autor, dado que a primera vista la utopía china era ascética antes que hedonista. Pero esa lógica hedonista de la utopía fue revelándose en la realidad, conforme toda la nación se entregaba a una búsqueda sin precedentes de riqueza y placer, dejando a un lado bruscamente el ascetismo, el altruismo y el colectivismo hasta entonces predicado.

La práctica real de la utopía china fue tan ascética y su retórica a menudo tan antihedonista que es fácil olvidar el hecho de que, en tanto una filosofía de la felicidad humana, la utopía es un tipo de hedonismo que tiene que ver con lo que Marx, bajo una gran influencia de Epicuro, definió como la satisfacción de las necesidades sensoriales. Limitar el hedonismo a la búsqueda egoísta del placer sin considerar para nada la moralidad y el bienestar a largo plazo de uno mismo y de la sociedad sería una interpretación estrecha, otra cosa es que el hedonismo que surgirá de la utopía se acerque a esta última caracterización. En la utopía maoísta, el ascetismo presente es por el bien del futuro hedonismo. Nada más revelador de la psicología del Gran Salto Adelante que el popular slogan de tres años de lucha a cambio de mil años de felicidad comunista. Esta lógica de la utopía no es muy distinta del hedonismo manifestado por Epicuro al exponer su filosofía del placer: nosotros consideramos muchos sufrimientos mejores que los placeres en los casos en que soportar el sufrimiento va seguido de un placer mayor y más duradero.

Del maoísmo al liberalismo

De la creencia inicial transmitida por el marxismo y el maoísmo en la utopía de la abundancia material y espiritual, se pasa a la decepción, el cinismo y a la búsqueda del placer y prosperidad individual. En este proceso, que el autor describe como el despliegue del potencial hedonista de la utopía, el marxismo, o para ser más precisos, la versión china del marxismo, se convirtió en manos del partido-Estado socialista en el camino de China hacia el capitalismo y el consumismo desenfrenado. A esto se ha llegado, dice Jiwei Ci, tras la experiencia utópica maoísta que mezcló el hedonismo con el ascetismo durante el Gran Salto Adelante (1958-1960), que reivindicó la pureza moral frente a los valores materiales durante la Revolución Cultural (1966-1976) para volver de nuevo, tras la proclamación de las Cuatro Modernizaciones y las reformas de Deng Xiaoping – aquel del gato blanco o negro pero que cace ratones- a recuperar un hedonismo no sublimado o desencantado.

Tras la muerte de Mao, Deng representó, en su primera fase, una continuación de la utopía por otros medios más pragmáticos. Pero estas no llegaron lo bastante lejos para acabar con las prácticas ascéticas y represivas del proyecto utópico, ni para la creación de oportunidades que fomentaran el hedonismo. El resultado fue la sublimación del hedonismo, bajo circunstancias de frustración prolongada, en una nueva ideología, a saber, el liberalismo político. El liberalismo, como ideología política del hedonismo, con sus demandas sublimadas de libertad y democracia, prendió rápidamente en la imaginación de una sociedad completamente desilusionada con la utopía, pero todavía sin las debidas oportunidades para escapar hacia el hedonismo. Pero nuevamente tras la masacre de Tian´anmen y la represión del movimiento democrático, todo volvió a venirse abajo. El gobierno se dio cuenta que bajo las nuevas circunstancias de nihilismo la única estrategia para mantenerse en el poder no era la represión del liberalismo político sino su desublimación en crudo hedonismo.

Por primera vez en cuatro décadas, aunque bajo un estricto control político, se permitió que florecieran la empresa privada, el consumismo y la inversión extranjera. Y también por primera vez, en la China moderna hubo un sentimiento generalizado de que se habían intentado todas las valiosas metas colectivas posibles y que todas ellas resultaron deficientes o inalcanzables. Ya nadie tenía ánimos para nuevos sacrificios ni para nuevos idealismos. El nuevo hedonismo desencantado que se extendió con el objetivo del engrandecimiento de China antes que por el de prosperidad colectiva, no exigía ni sacrificios ni idealismo, sino solamente respeto al statu quo político. La comparación de lo que sucedió en la mayor parte de Europa oriental y en la antigua Unión Soviética vino a ayudar al partido-Estado chino en sus propósitos. Los chinos tenían razones para sentirse afortunados porque si bien habían perdido la noción del sentido y, de momento, cualquier interés por él, al menos su vida material estaba prosperando.

Las respuestas siguen abiertas

El socialismo de Marx, que nació en Europa en el siglo XIX y fue pensado para llevarse a cabo sobre la base de unas condiciones mínimas de abundancia y desarrollo económico, fue importado, a principios y mediados del siglo XX, y convertido en la base de una ideología oficial por unos estados (Rusia, China…) con unos niveles técnico-económico muy bajos, un altísimo porcentaje de analfabetismo y una población mayoritariamente campesina. Si bien ese marxismo, rusificado y sinizado, ha resultado ser una vía útil en la lucha contra el atraso y la tradición, en la consecución de una particular modernización realizada por métodos de emergencia y despóticos, no podemos decir, en cambio, que haya sido útil, si no es por vía negativa, para dar respuesta(s) a la pregunta, acerca de cómo sería, en concreto, una gestión de la economía que resultara al mismo tiempo, democrática en sus métodos, tendencialmente igualitaria en la distribución y eficaz en cuanto a su funcionamiento.

Completada la mundialización capitalista y caídos los velos que encubrían los socialismos reales y también virtuales, la repuesta a la pregunta anterior sigue abierta y es más pertinente que nunca.