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Kepa Bilbao
(hika, nº99, abril 1999)

Hace no mucho Fernando Savater publicó en el periódico El Correo un artículo con el título: El libro del año. Me sorprendió, y gratamente, el ver que se trataba de El libro de la tolerancia de Michael Walzer, publicado el año pasado por Paidós. Y digo sorpresa, porque la elección y recomendación de la lectura del más inteligente filósofo social norteamericano actual, como lo califica el propio Savater, y comunitarista liberal, añado yo, venía de la mano de uno de los cosmopolitas más conocidos e influyentes de este país. En un primer momento pensé si se trataría de un acto de tolerancia por su parte, o si su cosmopolitismo habría sufrido una corrección comunitarista. Pero no, leyendo el artículo comprobé que no se había producido tal, que arrimaba el ascua a su sardina y que no entraba en el fondo de la discusión que plantea Walzer.

Con Savater, tengo que decir que comparto el gusto tanto por la elección del libro de Walzer como el interés que manifiesta de convertirlo en centro de nuestra reflexión y discusión en los meses venideros.

Lo que sí recomendaría al lector y lectora del libro del año, como un buen complemento de su lectura, sería otro libro del mismo autor, Thick and Thin, traducido por Alianza con el título de Moralidad en el ámbito local e internacional, concretamente el capítulo cuatro dedicado a la política nacionalista. En estas páginas, Walzer, en contra de lo que opina nuestra nada o poco pluralista y orgánica intelectualidad del antinacionalismo periférico, defiende el que, para estos, resulta tan irritante principio democrático de autodeterminación, incluida la separación en aquellos casos donde otros acuerdos para organizar la diversidad no parecen viables.

Walzer sabe muy bien que los Estados lejos de ser exclusivamente asociaciones, resultado de pactos y contratos entre los individuos, son, y en Europa sabemos mucho de eso, aparatos de estandarización, homogeneización, cuando no represión, de la diferencia. Y esta, la diferencia, el cómo organizarla en unas sociedades complejas y heterogéneas, es precisamente el tema central de estudio y de interés de este filósofo y teórico político norteamericano.

El principio de autodeterminación está sujeto a interpretación y enmienda. Frente a situaciones más o menos claras, Walzer reconoce que hay otras en las que simplemente no existe una solución justa. Situaciones como las que estamos viendo estos días de forma cruda en la ex-Yogoslavia o algunas zonas del Cáucaso y Oriente Medio, en las que las minorías se encuentran enzarzadas en conflictos irresolubles, en disputas sobre los mismos territorios, en argumentos mutuamente excluyentes, en donde lo justo para unos se torna en lo contrario para los otros. En estos casos, Walzer rechaza como solución la idea de Estado neutral. La neutralidad, dice, es probable que funcione bien únicamente en sociedades de inmigración como los EEUU, donde todo el mundo se ha trasplantado de manera similar y voluntariamente se ha aislado de su patria de origen y de su historia. En el resto de los casos, y a falta de otra solución más adecuada, la multiplicación de las unidades políticas tanto como resulte necesario parece la única salida. Frente a la objeción de que esto no tendría final, que cada divorcio justificaría el siguiente y que cada vez grupos más pequeños reivindicarían el derecho de autodeterminación, señala que esta es una pendiente por la que no necesariamente debemos deslizarnos. Existen multitud de arreglos posibles y la historia nos proporciona muchos puntos seguros en los que detener dicho deslizamiento.

En mi opinión, la tolerancia y la buena voluntad, con ser necesarias, no son siempre suficientes para establecer una convivencia intercultural armónica entre las diversas comunidades que comparten un mismo espacio social y político. La vida en sociedad hace necesario el desarrollo de una práctica de negociación entre valores opuestos y pretensiones incompatibles orientadas a reducir sus aspectos más excluyentes. Esta negociación es tanto más imprescindible cuando, como en nuestro caso, el vasco, ninguna de las partes en conflicto tiene poder para imponer de manera absoluta sus posiciones. Como bien señala Walzer: «lo que se ha llamado la cuestión nacional no tiene una única respuesta correcta, como si únicamente existiera una sola manera de ser una nación, una sola versión de la historia nacional, un único modelo de relación entre naciones». La separación es una pero no la única solución para autodeterminarse, y en esto hay que insistir por el contumaz empeño de la mayoría de los medios oficiales creadores de opinión y de todos los que practican el pensamiento simple, en identificar autodeterminación con separatismo. Entre la unidad a la fuerza y la separación caben multitud de soluciones intermedias, de diseños políticos que den acomodo a la pluralidad interna de las naciones en conflicto (diversos grados y modelos de autonomías, federaciones simétricas o asimétricas, confederaciones…). La elección de uno u otro tipo, dice Walzer, estará probablemente más determinada por circunstancias concretas que por principios abstractos. Cada uno de ellos tendrá su propia utilidad y causará problemas específicos; ninguno será permanente; las negociaciones de las diferencias nunca producirán un resultado final definitivo.

El sentido de la realidad nos dice que el hecho nacional(ista) es un rasgo persistente en la vida social humana, guste o no, y lo va a seguir siendo en el futuro, no puede ser superado, pero, eso sí, puede y debe ser revisado, modificado y acomodado: no sólo el mío, sino el tuyo y el de aquel y el de aquel otro.

Un comunitarista universalista

Michael Walzer es un intelectual de izquierdas, un judío norteamericano liberal, en el sentido que se le da al término en EEUU, esto es, un socialdemócrata. Pero no un socialdemócrata del tipo europeo que tan bien conocemos por nuestros lares, universalista de cuño ilustrado francés, desconsiderado con la dimensión comunitaria humana, receloso de las diferencias culturales, nacionales o religiosas, a las que considera un perjuicio, algo negativo a superar, un obstáculo a la modernización. El universalismo de Walzer, es un universalismo de raíz comunitarista. No hay que perder de vista que incluso, el universalismo de raíz individualista en EEUU, a diferencia del francés, coexiste sin tantos problemas con la presencia en el espacio público de una gran diversidad de comunidades religiosas y de grupos étnicos.

Su obra, su teoría de la justicia y de la igualdad compleja (Las esferas de la justicia, FCE, 1983) es una réplica directa a la defensa universalista de la justicia de liberales igualitaristas como Rawls (Teoría de la justicia, FCE, 1978) y Habermas. Es un pluralista que se distancia del relativismo extremo, situándose en un interregno peculiar y sugerente junto a otros como los filósofos canadienses Will Kymlicka, Charles Taylor o la norteamericana Amy Gutmann que pertenecen a esa especie teórica que ha sido denominada comunitaristas liberales y/o liberal comunitaristas, del que más adelante comentaré algo. Walzer al mismo tiempo que afirma el derecho a ser diferentes en términos maximalistas, reivindica un vocabulario minimalista para las relaciones entre las culturas, un minimalismo moral tenue como punto de encuentro entre la diversidad cultural, compuesto por los rasgos reiterados de las moralidades particulares (el principio de autodeterminación podría de este modo ser expresión de una suerte de minimalismo moral en política internacional). Una concepción de mínimos morales compartidos casi universalmente por todas las comunidades humanas que va unido a su análisis sobre la justicia. Esta es considerada siempre desde lo concreto y con sentidos culturalmente determinados, rechazando la posibilidad de fundar y hacer funcionales unos principios de la justicia de aplicación a toda comunidad humana, válidos para todos y todas las épocas.

En cuanto al libro del año, Tratado sobre la tolerancia, se puede decir que es una aportación original y sugerente que se suma a la ya abundante literatura sobre el multiculturalismo. El tema es la práctica de la tolerancia, o mejor, lo que ella hace posible: la coexistencia pacífica de grupos humanos con diferentes historias, culturas e identidades.

En su estudio, Walzer plantea cómo históricamente (en Occidente) se han dado cinco sistemas diferentes orientados a una práctica tolerante, cinco modelos tipo de sociedad tolerante: los imperios multinacionales, la comunidad internacional, las confederaciones, los estados nacionales y la sociedad de inmigrantes. Cada una con sus ventajas e inconvenientes. Así mismo, estudia algunos casos mixtos y complicados ( Francia, Israel, Canadá, Comunidad Europea) para desembocar finalmente en el estudio de la sociedad de inmigrantes norteamericana.

A Walzer le preocupa el problema político de cómo transformar el potencial disgregador de los grupos culturales en una energía que refuerce la vida democrática en los Estados Unidos. Realiza una explicación histórica y contextual de la tolerancia y la coexistencia, y como no podía ser de otra forma, no ofrece, ni lo pretende, ninguna receta ni solución mágica al problema: «no podemos decir que una organización que, por ejemplo, favorece la supervivencia de los grupos por encima de la libertad de los individuos sea sistemáticamente inferior a otra que favorezca más esa libertad que la supervivencia de los grupos –puesto que los grupos están constituidos por individuos, y muchos de ellos, evidentemente, podrían elegir libremente la primera organización antes que la segunda-. Tampoco podemos decir que la neutralidad del Estado y la asociación voluntaria, según el modelo de John Locke en su Carta sobre la tolerancia, sea la única o mejor manera de abordar el pluralismo religioso y étnico». Es buena, se adapta a algunas experiencias y sociedades, pero añade, su posible alcance se tiene que argumentar y no se puede aceptar simplemente sin más discusión.

Las comparaciones entre diferentes formas organizativas son útiles para pensar en dónde estamos y sobre el tipo de posibles alternativas disponibles, pero, más allá de eso, dice Walzer, no producen ningún tipo de juicio autorizado.

Comunitaristas y liberales

Para captar la importancia y la originalidad de la propuesta de Walzer sería necesario conocer las líneas principales de la controversia sobre el multiculturalismo, pero esto habrá que dejarlo para otra ocasión. Lo que sí diré son dos palabras sobre el debate entre comunitaristas y liberales y la forma en que lo interpreta Walzer.

Hay que señalar de entrada que no es posible hacer en unas pocas líneas un balance de dicho debate surgido en los años ochenta en el ámbito académico anglo-americano sin caer en fáciles caricaturas. Y lo digo tanto por el número de personas involucradas, por sus diferencias, como por la cantidad de temas en litigio en los cuales, además, se han producido a lo largo de estos años desplazamientos significativos por ambas partes. Todo esto hace de ello no sólo una cuestión compleja, sino enormemente complicado el poder establecer una línea divisoria clara y definitiva, tanto en el interior de cada grupo, como entre ambos.

Los filósofos más destacados calificados de comunitaristas, tales como Charles Taylor, Michael Sandel, Alasdair MacIntyre y Michael Walzer han coincidido en criticar la concepción liberal ahistórica y desencarnada del individuo dotado de derechos concebidos como anteriores a su entorno social y político. Este tipo liberalismo es acusado de ser el responsable de la destrucción de los valores comunitarios -solidaridad, patriotismo, fraternidad y, en general, virtudes cívicas- y, por tanto, de favorecer un debilitamiento de la vida pública, de la democracia.

De la tríada libertad, igualdad y fraternidad, los comunitaristas recuperan el valor de la fraternidad, el de la solidaridad de los vínculos sociales, olvidada y aparcada por el liberalismo moderno. El comunitarismo que surge como una crítica al liberalismo, recuerda a la reacción romántica contra la ilustración, así como a las críticas que el pensamiento socialista dirigiera al proyecto liberal. El comunitarismo democrático, se desarrolla a partir de los vacíos, defectos y excesos del liberalismo, pero no representa una alternativa global al liberalismo, una enmienda a la totalidad, un ataque frontal desde su exterior. Walzer sostiene que debemos entender la crítica comunitarista del liberalismo como una periódica corrección o «reacción moderadora contra ciertos excesos liberales», pero sin salir del horizonte liberal de nuestro tiempo.

Siguiendo a Taylor, Walzer considera no una, sino dos perspectivas liberales universalistas de regulación de las sociedades multiculturales. Una primera, a la que llama Liberalismo I, se basa en una concepción de los derechos del individuo que implica una completa neutralidad del estado, es decir, un estado sin ninguna clase de objetivos colectivos o comunes, más allá de la protección de las libertades individuales de los ciudadanos; la segunda, el Liberalismo II, defiende un estado que puede comprometerse en proyectos colectivos, como la promoción de una cultura o de una nación, bajo la condición inexcusable del respeto a los derechos civiles y políticos de los ciudadanos y minorías con otros compromisos. Taylor y Walzer son partidarios de este segundo tipo de liberalismo al que lo consideran más democrático que el primero ( aunque, como matiza Walzer, la elección dependerá de las diferentes circunstancias históricas y sociales).

El multiculturalismo reconoce tanto el principio de la tolerancia -el dejar que las minorías culturales se gobiernen por sí solas- como el principio de la no discriminación -la afirmación y defensa de los derechos individuales contra la discriminación religiosa, nacional, étnica, racial o basada en el sexo o en la orientación sexual-, pero exige algo más: el reconocimiento por parte de la comunidad del igual status de los distintos grupos culturales, así como un apoyo activo del estado para mantener con vida a los grupos culturales.

El liberalismo estandar critica el presupuesto fundamental del multiculturalismo anteriormente apuntado, esto es, la idea de que los distintos grupos culturales sean tratados como sujetos colectivos que merecen no solo reconocimiento, respeto y tolerancia, sino también incentivo y sostén por parte del estado. El ultraliberalismo insiste en principios morales universales y en la idea de que el individuo transciende todo grupo cultural; los multiculturalistas, en cambio, subrayan el carácter contextual, dialógico, de la vida moral del sujeto y, por consiguiente, la importancia del vínculo con el grupo cultural.

Walzer ha descrito el contraste entre los dos tipos de discurso moral como contraste entre una teoría moral thin ( tenue, delgada) -universal, abstracta, referida a la humanidad y al individuo en general- y una teoría moral thick (densa) -local, específica, vinculada a la cultura particular y a la historia de un pueblo o un grupo-, subrayando que ambas perspectivas son incompletas y que, para afrontar de manera justa y eficaz el problema de la convivencia pacífica entre diversos grupos culturales es necesario combinar ambas perspectivas, la universalista y la particularista. Necesitamos, dice Walzer: «ser tolerados y protegidos en tanto que ciudadanos del estado y miembros de grupos, y también en tanto que ajenos a ambos. La autodeterminación ha de ser a la vez política y personal. Las dos están relacionadas, pero no son lo mismo. La vieja comprensión de la diferencia que ligaba los individuos a sus grupos autónomos o soberanos encontrará resistencia entre disidentes e individuos ambivalentes. Si embargo, cualquier nueva interpretación apoyada exclusivamente en los disidentes encontrará resistencia entre hombres y mujeres que aún luchan por absorber, establecer, elaborar, revisar y enjuiciar una tradición religiosa o cultural común. Por lo tanto, la diferencia tiene que ser doblemente tolerada con alguna combinación de resignación, indiferencia, curiosidad y entusiasmo».

En mi opinión, en nuestras sociedades altamente desarrolladas, plurales y heterogéneas, además de un error sería una mala descripción de la realidad, considerar que sólo somos seres con raíces como supone un comunitarismo denso y cerrado o sólo seres alados, libres de cualquier vínculo comunitario, étnico, religioso o de género, como pretende el liberalismo liberal más extremo. Utilizando una metáfora de Octavio Paz, somos seres con alas y raíces. Seres que tenemos una raigambre comunitaria que nos vincula socialmente con los culturalmente afines y que puede incluso movilizar nuestro compromiso moral en momentos de crisis, pero también, seres con un sentido más universal de la justicia, fundado en la idea de una común humanidad que nos lleva a sentirnos obligados moralmente con todos los seres humanos.