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Kepa Bilbao
(Del libro La modernidad en la encrucijada. La crisis del pensamiento utópico en el siglo XX: el marxismo de Marx, Gakoa, Donostia, 1997)

En un sentido estricto la tradición utópica es occidental y nace en el Renacimiento. Ahora bien, si hablamos de tradición en un sentido más amplio, y nos remontamos a sus antecedentes, a sus raíces, entonces habría que remontarse muy atrás, a las matrices griega y judía de donde se nutre la cultura occidental.

Las semillas pueden rastrearse en el mesianismo profético de Israel, por un lado, con su exigencia ética y su promesa de instauración futura del reinado de Dios, y la realización de la paz y la justicia en el mundo; y en el pensamiento griego, por otro, también con una ética humanista a la que acompañan los mitos de la Edad de Oro y la Ciudad ideal.

El pensamiento utópico que nace en el siglo XVI recibe el legado ético y el bagaje mítico del mundo griego y judío cuyas herencias se interrelacionan en la trayectoria de Occidente. (1)

El pensamiento utópico, a partir de la Ilustración dará un salto, articulando razón utópica y razón histórica. Una de sus ramas, la socialista, que hunde sus raíces en el espíritu de esa Ilustración que ella trata de llevar a puerto, dará un nuevo salto. Si bien la meta utópica era común a todos los integrantes de la tradición socialista, las divergencias en su seno ( entre las distintas corrientes del socialismo utópico primero, y las de los diversos marxismos y el anarquismo después) surgen por los distintos enfoques dados al problema de las mediaciones, es decir, el relativo a las condiciones y estrategias a seguir de cara a la consecución de los objetivos económicos, sociales y políticos propuestos.

La novedad que Marx introducirá en la evolución del pensamiento utópico radicará en poner el acento en la crítica frente a la propuesta, invirtiendo, de esta forma, los términos en los que la relación entre ambas se había dado hasta entonces.

Con el cambio del siglo, la utopía marxista y socialista en general se verá seriamente afectada y cuestionada tras la primera guerra mundial, y los posteriores acontecimientos a cuál más traumático: Segunda Guerra, barbarie nazi, regímenes totalitarios… Más aún, se puede decir que los ideales de la Ilustración, la fe en el progreso, en la ciencia, la razón, la educación y el conocimiento, que mueve todo el pensamiento del siglo XIX, tanto a liberales como a racionalistas y socialistas, se quebraran, sentando las bases de lo que hoy se conoce como post-modernismo. A partir de entonces, se empezará, por un lado, a prestar una mayor atención al estudio del pensamiento utópico que arrancará con los trabajos, ya clásicos, de k.Mannhein (Ideología y Utopía, 1927) y Bloch (El principio esperanza), a los que le seguirán una abundante literatura; por otro, la crisis del pensamiento utópico en el S.XX traerá aparejada la aparición de una literatura antiutópica cuyas obras más representativas en la primera mitad del siglo son: 1984 (Orwell), Nosotros (Zamjatin), Fahrenheit 451 (Bradbury), Un mundo feliz (A. Huxley) en las que se describen la imagen de un negro futuro alienante, deshumanizante, discurra el mundo ya por la vía soviética (Orwell), ya por la vía capitalista (Huxley).

Si hay algo fundamentalmente erróneo, dice Berlin, en la idea de una sociedad perfecta, la razón básica no es, como normalmente se suele argumentar, que ésta no se pueda alcanzar porque los seres humanos no sean lo suficientemente sabios o hábiles o virtuosos o que marcados por el pecado original, no pueden alcanzar la perfección en este mundo, sino que es algo completamente distinto: «La idea de la sociedad única y perfecta de toda la humanidad es contradictoria en sí misma internamente, porque la Valhalla de los alemanes es por necesidad distinta del ideal de vida futura de los franceses, porque el paraíso de los musulmanes no es el de los judíos o los cristianos, porque una sociedad en la que un francés alcanzaría una plenitud armónica es una sociedad que podría resultarle axfisiante a un alemán. Pero si hemos de tener tantos tipos de perfección, como tipos de cultura hay, con su constelación ideal de virtudes cada uno, entonces la idea misma de la posibilidad de una sociedad única perfecta es lógicamente incoherente. Este es el principio del ataque moderno a la idea de utopía, de utopía como tal». (2)

La renuncia a la utopía no se debe pues a su inalcanzabilidad sino a su incoherencia e ininteligibilidad conceptual. En este sentido, merece la pena detenerse y reproducir la brillante argumentación de uno de los pensadores, historiadores, filósofo de las ideas políticas y morales más agudo de nuestro siglo, Isaiah Berlin, acerca de la decadencia de las ideas utópicas en occidente.

Para Isaiah Berlin el núcleo central de la tradición intelectual de Occidente se ha apoyado, desde Platón, en tres dogmas indiscutibles:
a) todo problema auténtico sólo puede tener una solución verdadera y sólo una, siendo todas las demás desviaciones de la verdad y en consecuencia falsas.
b) existe un método para descubrir esas soluciones correctas.
c) todas las soluciones correctas deben ser, como mínimo, compatibles entre sí.

Tanto el monismo sociopolítico ( la idea de una sociedad utópica), como el monismo moral ( la existencia de valores eternos) y el epistemológico ( la posibilidad de lograr la verdad universal) lleva implícita una determinada concepción del hombre a la que se puede denominar «monismo antropológico», presente tanto a lo largo del pensamiento occidental como en el proyecto de la Ilustración. La concepción del hombre implícita en este supuesto no es la de un sujeto trágico en continuo conflicto consigo mismo y con la realidad que le rodea, sino una concepción racionalista del hombre según la cual lo que constituye la esencia del ser humano no es otra cosa que la vida racional. Todos los racionalistas, desde Platón hasta Comte, pasando por la IIustración y los dos siglos de Modernidad en ella inspirada, se han alimentado del monismo, de la presunción de que la realidad constituye un todo armonioso, una estructura racional que el hombre, por su misma naturaleza racional, es capaz de captar, y gracias a lo cual puede llegar a ser plenamente feliz y virtuoso.

Para Berlin todas las utopías que conocemos se basan en la existencia de fines objetivamente verdaderos que pueden descubrirse y que son armónicos, verdaderos para todos los hombres y todos los tiempos y lugares. Esto es aplicable a todas las ciudades ideales, desde la República de Platón y sus leyes, y la comunidad mundial anarquista de Zenón y la ciudad del sol de Iámbulo, a las utopías de Tomás Moro y Campanella, Bacon y Harrington y Fénelon. Las sociedades comunistas de Mably y Morelly, el capitalismo de Estado de Saint-Simon, los falansterios de Fourier, las diversas combinaciones de anarquismo y colectivismo de Owen y Godwin, Cabet, William Morris y Chernishevski, Bellamy,Hertzka y otros, los cuales se apoyan en los tres pilares del optimismo social de Occidente citados anteriormente.
A estos y otros pensadores, en opinión de Berlin: «les ha inspirado la certeza de que tiene que existir una solución total: que en la consumación de los tiempos, ya sea por voluntad de Dios o por el esfuerzo humano, se pondrá fin al reino del irracionalismo, la injusticia y la desgracia; los hombres serán liberados y no serán ya juguete de fuerzas que escapan a su control, a merced de la naturaleza salvaje o de las consecuencias de su propia ignorancia o necedad o maldad; y esta primavera de las cosas humanas llegará en cuanto se superen los obstáculos, naturales y humanos, entonces los hombres dejarán al fin de luchar entre sí, unirán sus fuerzas y cooperarán para adaptar la naturaleza a sus necesidades ( como han propugnado los grandes pensadores materialistas desde Epicuro a Marx) o sus necesidades a la naturaleza (como les han instado a hacer los estoicos y los ecologistas modernos). Se trata de un terreno común a las diversas variedades de optimismo revolucionario y reformista, desde Bacon a Condorcet, desde el manifiesto comunista a los modernos tecnócratas, comunistas, anarquistas y buscadores de sociedades alternativas».

Esta confianza en la capacidad del hombre para alcanzar la solución total (política, moral, epistemológica), también tuvo históricamente su reacción, su rebelión, la cual se articuló por primera vez en el segundo tercio del siglo XVIII, al principio en Italia con Giambattista Vico y luego con fuerza en Alemania con Herder y el movimiento conocido como Sturm und Drang, y más tarde como las muchas variedades del romanticismo, el nacionalismo, expresionismo, emotivismo, relativismo, pluralismo, voluntarismo y las diversas formas contemporáneas de irracionalismo, existencialismo etc.

Vico hizo ver a Berlín el carácter plural de las culturas, su inconmensurabilidad y, por tanto, la imposibilidad de reducirlas a una síntesis final. De esta forma Vico se anticipa a la moderna antropología social al afirmar que es posible comprender otros tiempos y otras civilizaciones por medio de la fantasía, facultad indispensable para el conocimiento histórico. La penetración imaginativa es pues lo que permite entender las experiencias de las diversas culturas.

El filósofo, poeta, crítico y pastor Johan Gottfried Herder fue el primero en señalar que entre las necesidades más elementales de los seres humanos, no solo está el de alimentarse, procrearse o comunicarse, sino también el de pertenecer a un grupo. El máximo inspirador del nacionalismo cultural, defiende el valor de la variedad y la espontaneidad, de los caminos diferentes y peculiares que han de seguir los pueblos, cada uno con su propio estilo, con sus formas de sentir y expresarse, y se opone a que todo se mida con las mismas reglas intemporales, con los mismos valores válidos para todas las épocas, universales e inmutables. «La defensa que hace Kant – dice Berlin – de la libertad moral y el alegato de Herder en favor del carácter único de cada cultura, pese a la insistencia del primero en los principios racionales y a la creencia del segundo en que las diferencias nacionales no tienen por qué llevar inevitablemente a enfrentamientos, estremecieron ( algunos podrían decir minaron) lo que yo he llamado los tres pilares de la tradición central de Occidente». (3)

Berlin piensa que Herder, y también antes que él Ciambattiata Vico, fueron los destructores de la visión unitaria del mundo y del hombre. Ambos rechazaban la idea de la Ilustración de que el hombre, en cualquier país y en cualquier época, tenía valores idénticos. Para ellos la pluralidad de culturas es irreductible. En realidad la Contrailustración de finales del siglo XVIII era fundamentalmente un rechazo al gran mito de la solución total, al conocimiento perfecto y a la felicidad perfecta.

La persistencia en Occidente a lo largo de los siglos de este monismo filosófico, Berlin lo atribuye al hecho de que tal fe en un criterio único, en una solución final, ha sido siempre una fuente de profunda satisfacción para el hombre, tanto para sus emociones como para su intelecto. La aspiración de que nuestros valores sean eternos y estén seguros en una especie de cielo objetivo piensa Berlin que responde sicológicamente – como ya apuntaron en su día Nietzsche y Freud- a un deseo de certeza propio de la infancia o de nuestro pasado primitivo, pero también a una especie de profunda necesidad metafísica incurable para los hombres. El hecho de descansar en el lecho de un dogma tan cómodo puede proporcionar satisfacción pero no una comprensión de lo que es ser humano. La sociedad buena, la sociedad decente berliniana, no quiere saber de seres humanos sin fisuras. Como gusta decir a Berlin citando las palabras que una vez dijera Immanuel Kant: «de la madera torcida de la humanidad no se hizo nunca nada recto». Desear un mundo mejor, no significa el mejor de los mundos.

En opinión de Berlin, nuestras concepciones modernas del hombre, de la política y de la ética provienen tanto del programa ilustrado francés, heredero de la tradición racionalista de procedencia platónica, como de las reacciones en su contra que promovió el movimiento romántico alemán; y, así, en el equilibrio o desequilibrio de estas dos tendencias culturales del siglo XVIII se desarrolla la modernidad.

Ante la crisis del pensamiento utópico se perfilaran a lo largo de este siglo diversas posturas. En primer lugar, la de quienes piensan que la utopía es irrecuperable, esta sería la posición de Popper, máximo representante del racionalismo liberal, el cual en La sociedad abierta y sus enemigos (1950) marca ya una clara defensa del racionalismo moderno en su forma científica, política (democrático-liberal), económica y cultural, enfatizando los logros de la modernidad hasta afirmar que vivimos en el mejor de los mundos; esta posición será retomada, desde otros supuestos que en el próximo capítulo discutiré, entre otros, por el pensamiento posmoderno (Lyotard, Vattimo…) que argumentando desde la disolución de los metarrelatos, el final de la utopía o la crisis de las ideologías deducen la imposibilidad de la crítica por ausencia de referente último de contraste; en segundo lugar, la de quienes mantienen un pensamiento de intención utópica pero sin entrar en el discurso positivo de la propuesta, siendo dos de sus maximos representantes Horkheimer y Adorno, los cuales en la década de los cuarenta publican una de las obras clásicas de la filosofía y del pensamiento social, La dialéctica de la Ilustración, escrita desde la experiencia de la guerra mundial, desde la decepción de la historia y de la sociedad humana, manifestándose críticos con respecto a los logros de la Ilustración, descubriendo en ella una tendencia que puede servir tanto a la emancipación como al dominio, a la libertad como a la barbarie; por último, estarían los rescatadores de la noción de utopía, que entran directamente en polémica con la primera de las posiciones mencionadas, y debe mucho a planteamientos de intención utópica como los de Apel y Habermas pero que intentan ir más allá en la reelaboración de lo utópico considerando que la sóla crítica no basta, amén de ser paralizante (4), estos sostienen que es necesaria y posible una utopía no mitificada, la cual tratan de fundamentarla en razones antropológicas y ético-políticas, viendo la utopía necesaria como imagen movilizadora, como horizonte orientador de la praxis, como elemento crítico respecto de la realidad; estos tratan de dar una respuesta afirmativa a la interrogante: ¿Es posible una utopía no mitificada, liberada de la mitología del progreso y que permita hablar de sentido emancipador de la historia sin hipotecas metafisico-deterministas?.


(1) Es importante destacar en el siglo XVI la figura de T. Münzer, pastor protestante que encabeza las revueltas campesinas de Alemania y que conecta con los movimientos milenaristas anteriores, entre ellos, el dirigido por Joaquim de Fiore en el S.XII para exigir aquí y ahora el cumplimiento de las exigencias que implica la realización del reino de Dios, concretamente la igualdad de todos los cristianos.

(2) BERLIN, I. El fuste torcido de la humanidad, Península, Barcelona, 1992, p 57. Las demás citas de Berlin corresponden al mismo libro, p 39-65 y 195-223.

(3) En el siglo XVIII la defensa de la variedad, la oposición al universalismo, aún es cultural, literaria, idealista y humana. Ni Herder ni el movimiento Sturm und Drang tenían voluntad política. El primero descubrió al pueblo el Volk , la singularidad de las culturas, los idiomas, etc. y el segundo proclamaba la singularidad del artista en rebelión contra la sociedad. Sólamente más tarde, en el siglo XIX, llegaría el nacionalismo con su deseo de poder y de afirmación política. Herder y sus discípulos creían, quizás ingenuamente, en la coexistencia pacífica de una multiplicidad rica y una variedad de formas nacionales de vida, cuanto más diversas mejor. Como dice Hans Kohn, aunque Herder preparó el camino y arrojó la simiente para el nacimiento del nacionalismo político, él no tiene la culpa de sus derroteros, de la cosecha que el sembrador jamás hubiera reconocido y que indudablemente hubiera repudiado. Historia del nacionalismo, F.C.E. p 300.

(4) Una defensa de dicha posición se puede ver en PEREZ TAPIAS, J.A. Filosofía y crítica de la cultura, Trotta, Madrid, 1995, p. 103 y ss.